Gonzalez, Rajoy, Rey, Zapatero i Aznar

Els quatre presidents de la transició neoliberal: l'ex president Felipe González, el president Mariano Rajoy i els ex presidents José Luis Rodríguez Zapatero i José María Aznar acompanyen al rei Juan Carlos de Borbón en l'acte oficial de lliurament del Toissó d'Or al president francès Nicolas Sarkozy celebrat al Palau Reial de Madrid. [16.1. 2012]

Transición económica neoliberal (1982-2012)

Lluís Cànovas Martí  /  10.6.2012 (Ampliat, 30.8.2012)

[ Vegeu també: Ocaso de la dictadura franquista (1966-1975) / Transición política a la democracia (1975-1982) / El estado de las autonomías (1978-2012) / España 1999-2001 / Apuntes sobre políticas nacionales en la UE: España 2002-2004 / El PP ante los idus de marzo: de la mayoría absoluta a la oposición / Cent dies del segon tripartit (Notes per a un debat televisiu) / Un tripartit ecològicament insostenible / 9-M: sobre la bipolarización del voto en las elecciones españolas de 2008 / Un sistema electoral bajo crítica / La «cultura del pelotazo» en 1988 (Un Spanish trending topic) ]

La mayoría socialista de 1982 marcó el paso de la transición política a la transición económica, que en sus primeros años liquidó sin mayores contratiempos los últimos coletazos golpistas: Operación Cervantes (27 de octubre de 1982), conspiración de Lerma (mayo de 1983) y Operación Zambombazo (2 de junio de 1985). Todas esas conspiraciones golpistas fueron detectadas y neutralizadas por los servicios de inteligencia (CESID, creado en 1977 y renovado en septiembre de 1982 por el último gobierno de UCD) en una actuación paralela a las primeras fases de la reforma del ejército emprendida desde el Ministerio de Defensa. Al margen de la pacificación castrense, el resultado de aquella mayoría socialista fue una transición económica que tuvo como primeras referencias la adhesión a la CEE y el ingreso en la OTAN, alineando sin ambages a España con los intereses atlantistas y con los que derivaban de la progresiva implantación de la política neoliberal en el mundo.

En semejante contexto, la transición económica española se inscribiría en la puja por el poder que la nueva economía virtual de las finanzas le disputaba en todo el mundo a la política: un envite que en España había recaído por la fuerza de las urnas en un PSOE atrapado en la crisis del modelo socialdemócrata europeo que propugnaba ante los electores y cuyo programa, en el contexto de la división convencional derecha-izquierda, se legitimaba sobre todo por las características profundamente reaccionarias de la derecha española. Cuando, tras el final de la guerra fría, la lógica de la economía triunfante impuso en los años noventa la centralidad política y la indiferenciación de los programas electorales, el sistema turnante de los grandes partidos había abandonado ya sus posiciones de partida para pasar a asumir la defensa de aquellos intereses económicos.

Cuatro legislaturas socialistas (1982-1996) bajo la presidencia de Felipe González subrayaron así las contradicciones del modelo socialdemócrata en tres de sus líneas básicas: el impulso privatizador que acompañó a una profunda reconversión industrial en la que se dispararon los índices de paro; la liberalización del mercado de la vivienda (decreto Boyer de 1985, formando tándem con la Ley del Mercado Hipotecario de 1977), que sentaría las bases de la futura burbuja inmobiliaria; y fastos como los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Internacional de Sevilla, que en 1992 se abrieron como escaparates al capital internacional. Se acompañaron tales iniciativas de una fuerte oleada inmigratoria que modificó la demografía y elevó el peso de la población extranjera (de 198.042 extranjeros censados en 1981 a 542.314 en 1996; hasta los 5.711.040, el 12,1% de sus más de 47 millones de habitantes, en 2012) en un proceso que rejuvenecería la pirámide poblacional y registraría el peso creciente de los factores multiculturales. Al mismo tiempo, la aceleración que esa transición impuso en el mundo de los negocios removió las intocadas estructuras del poder económico franquista y desplazó a segundo plano a los miembros de la vieja oligarquía. En su lugar, nuevos protagonistas aprovecharían las palancas del poder para beneficiarse de lo que se conoció como «cultura del pelotazo»: se popularizarían personajes como Mario Conde o Javier de la Rosa, emblemáticos de las finanzas del momento, que acabarían en la cárcel por sonados casos de corrupción. Entre bambalinas, personajes vinculados a los clanes del poder socialista saldrían de rositas enriquecidos mediante las prácticas ilegales del tráfico de influencias. La implicación del gobierno en otras corruptelas y, sobre todo, la divulgación de la «guerra sucia» parapolicial contra ETA librada desde 1982 por los aparatos del estado (29 asesinatos cometidos por los Grupos Antiterroristas de Liberación, GAL, mediante esbirros franquistas organizados y dirigidos por los responsables socialistas de Interior) serían desde 1994 el argumento con el que el renovado Partido Popular (transformación de una AP que en 1989 adoptó ese nombre y desde 1990 lideraba José María Aznar) recuperaba para la derecha el espacio de centro.

El progresivo ascenso del PP en todas las elecciones disputadas (autonómicas, municipales y europeas) culminaría con la victoria de Aznar en las legislativas de 1996, en las que el gran partido de la derecha española pudo compensar su exigua ventaja sobre el PSOE gracias al apoyo de las formaciones nacionalistas catalana y vasca, CiU y PNV, sustancialmente no menos derechistas, pero en todo alejadas de las formas cavernarias de la derecha española. Las contrapartidas de ese apoyo —que a costa de aplazar la solución de los problemas territoriales permitió al nuevo gobierno tomar el relevo en la política económica emprendida más de una década antes por los socialistas— se las cobraría Aznar en la siguiente legislatura, cuando la mayoría absoluta del año 2000 le dejó las manos libres para aplicar una estrategia de firmeza que primaría el orgullo de lo español frente a los nacionalismos periféricos y una política antiterrorista que con la Ley de Partidos Políticos (2002) ilegalizó a la izquierda abertzale, su bestia negra.

Esa radicalización derechista, facilitada por el nuevo contexto internacional que en 2001 abrieron los atentados del 11-S en Estados Unidos, se inscribía, además, en la fase recesiva de la economía mundial que provocó el pinchazo de la burbuja puntocom creada por la especulación bursátil en torno a las empresas de internet. Para superarla, la política de tipos bajos aplicada facilitó nuevos patrones especulativos: productos financieros de estructura compleja —como las participaciones preferentes— y el acceso masivo al crédito hipotecario. Una política económica que en España agravó el borboteo de la burbuja inmobiliaria ya existente y desató la euforia general ante una supuesta riqueza que se medía por el espejismo del precio creciente de la vivienda y Aznar jaleaba machacón con el eslogan «España va bien» e ínfulas de estadista de una gran potencia. Mientras tanto, el país abandonaba la peseta —renunciando a la posibilidad de aplicar una política monetaria autónoma— y asumía los condicionantes y las ventajas de la creación del euro (vigente desde 1999 como moneda contable y desde 2002 como moneda de cambio).

La participación en la guerra de Irak iba a ser en 2003 rechazada multitudinariamente en la calle: Aznar no cedió, mientras que el PSOE prometía retirar las tropas en caso de ganar las elecciones del año siguiente. A tres días de los comicios, los atentados islamistas del 11 de marzo de 2004 en Madrid y la discutida gestión gubernamental de la consiguiente crisis política pasarían factura al candidato oficialista, el nuevo líder del PP, Mariano Rajoy, arrojado con su partido a la oposición por la fuerza de las urnas.

Investido nuevo presidente, José Luis Rodríguez Zapatero viviría su efímero momento de gloria al ordenar el inmediato regreso de las tropas. En clave interna, la derecha cuestionaba la legitimidad de esa victoria electoral y, a tal fin, urdió la teoría de la conspiración, conforme a la cual los asesinos del 11-M habrían sido de ETA y contado con múltiples complicidades, socialistas incluidos.

Inútil ejercicio de intoxicación informativa la de los medios que acogieron tal patraña: para desgastar al nuevo gobierno no habría hecho falta incurrir en tamaña calumnia, puesto que pronto Zapatero se descalificó por sí solo ante la ciudadanía. El «talante» del presidente, la volubilidad de sus cambios de criterio y su errática política suscitarían bien pronto el rechazo general: recorta en 2005 el Estatut de Catalunya tras haber alentado su redacción en campaña; promulga leyes, como en 2006 la de Dependencia, cuya administración es incapaz de financiar; demora el acuerdo de paz que las conversaciones secretas con ETA le brindan durante la tregua etarra de 2006 (anunciada el 22 de marzo y rota el penúltimo día del año; recuperada como abandono definitivo de la lucha armada, el 20 de octubre de 2011); niega en 2008 la llegada de la crisis mundial; avala en 2009 la solvencia de una banca cuestionada por las instancias internacionales; fuera de tiempo ya, perdido el paso, impone a partir de mayo de 2010 las primeras medidas de recorte para la contención de la deuda soberana que «el mercado» y la UE le exigen. Entre estas, destacaría especialmente la reforma laboral de septiembre de ese año que, con el pretexto de flexibilizar el mercado de trabajo, facilitaba las condiciones de despido de los trabajadores... Destilaría finalmente su mandato un aire de catalanofobia, crisis económica y frustración social.

Cinco millones de desempleados y un ambiente de recentralización estatal planeaban como herencia sobre el escenario de 2011 cuando las elecciones legislativas del 20 de noviembre devolvieron por amplia mayoría el poder al PP. Arrastraba ese partido desde 2009 el escándalo del Caso Gürtel de financiación ilegal, con importantes ramificaciones en Madrid, Baleares, Castilla y León, Galicia y, sobre todo, la Comunidad Valenciana, donde el presidente autonómico Francisco Camps y su entorno figuraban como imputados por corrupción y el sistema financiero local en el que operaban, plagado de actuaciones irregulares, se había situado al borde del colapso (Bancaja y Banco de Valencia habían sido intervenidos en julio y en noviembre de 2011, respectivamente; Caja de Ahorros del Mediterráneo fue nacionalizada al día siguiente de las elecciones). En diciembre, con Rajoy ya en la presidencia, nuevas medidas remachaban los planes neoliberales para el adelgazamiento del endeble estado del bienestar español.

La insostenibilidad del sistema bancario, que con el relevo pasaron a pilotar los vencedores, alcanzaría en 2012 al cuarto mayor banco del país, Bankia —constituido en 2010 durante el intento de saneamiento financiero que patrocinó el Banco de España en base a Caja Madrid, Bancaja y otras cinco entidades menores—. Con Rodrigo Rato en la presidencia, Bankia aparecía como el mascarón de proa de la gestión financiera del PP, pero el otrora ministro económico de Aznar se vio forzado a dimitir (8 de mayo) ante la bancarrota de la nueva entidad, que en su ejercicio de 2011 arrojaría 3.318 millones de euros de pérdidas auditadas, frente a los 40 millones de beneficios que había declarado ante sus accionistas: Bankia sería nacionalizada (10 de mayo) y su salida a Bolsa (20 de julio del año precedente) iba a ser objeto de una investigación por fraude, falsedad de cuentas, administración desleal y apropiación indebida.

Mientras tanto, el gobierno, tras batir en apenas medio año todos los récords de incumplimientos de un programa electoral y negar la necesidad de un rescate para España, enmascaraba con una finta semántica la realidad de la intervención que desde Europa se le imponía (9 de junio de 2012): cien mil millones de euros que en la neolengua del desfalleciente poder soberano español quieren significar un simple «préstamo» al sistema bancario, pero que para el organismo comunitario que se lo concede son el primer trámite de la operativa que convierte al país —tras Grecia, Irlanda y Portugal— en la cuarta economía comunitaria sometida a «rescate». La solución del caso demoraría en el juego de los intereses nacionales que aquejaban a la Unión Europea, a la estabilidad de su moneda y acaso a la misma pervivencia de las instituciones comunitarias: a la espera de ulteriores concreciones de esa intervención exterior que aguardaba los siguientes pasos del rumbo neoliberal español.

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Lluís Cànovas Martí, «Transición económica neoliberal (1982-2012)»Ampliació del l'escrit homònim publicat per l'autor a l'Atlas de historia de España, Larousse, Barcelona, 2012