Durant la nit prèvia a les eleccions del 14 de març de 2004 les seus del PP de les principals ciutats de l'estat són assetjades per manifestants aïrats que protesten per la manipulació del govern d'Aznar respecte a l'autoria dels atemptats islamistes del dia 11. Davant la seu del carrer Urgell de Barcelona, on s'apleguen unes set mil persones, un grup crema un cartell amb la imatge del candidat governamental a la presidència, Mariano Rajoy (13.3.2004) [Foto, Júlia Cànovas]
Lluís Cànovas Martí / 17.3.2004
[ Vegeu també: Llegada del PP al poder: los pactos con CiU / Nueve meses de gobierno del PP / España 1999-2001 / Apuntes sobre políticas nacionales en la UE: España 2002-2004 / Cent dies del segon tripartit a Catalunya (Notes per a un debat televisiu) / Transición política a la democracia (1975-1982) / El estado de las autonomías (1978-2012) / Transición económica neoliberal (1982-2012) / Fernando Abril Martorell / Carlos Arias Navarro / Jaime García Añoveros / Laureano López Rodó / Jaime Milans del Bosch / Antonio María de Oriol y Urquijo ]
Entre las ventajas imputables a los gobiernos con mayorías parlamentarias absolutas no se cuenta, desde luego, la de que fomenten el diálogo con las fuerzas opositoras y la tolerancia en general. Suele ser una ley de oro con arreglo a la cual a menudo se encrespan con particular virulencia unas fuerzas políticas contra otras (sobre todo allí donde la historia impidió que sedimentara una profunda tradición democrática) y en cuyo cumplimiento se olvida el hecho de que, en política, las formas empleadas para abordar los problemas son tan importantes como los contenidos de los intereses en juego. Tal era, poco más o menos, el sentimiento transversal que, a lo largo de la legislatura 2000-2004 en España, expresaron buen número de comentaristas políticos de los más variados medios de comunicación y tendencias.
Si en la legislatura 1996-2000 la mayoría simple del Partido Popular (PP) se caracterizó por los pactos con los sindicatos y con las fuerzas más representativas de los nacionalismos periféricos; por la integración en el sistema monetario europeo, el crecimiento económico y la reducción del paro; por la tranquilidad de que pudo disfrutar ante un Partido Socialista Obrero Español (PSOE) centrado en los problemas internos que derivaron de los efímeros liderazgos de Joaquín Almunia y Josep Borrell..., muy otras iban a ser las coordenadas de lo que sucedería en la legislatura siguiente.
En 2000-2004 la mayoría absoluta del PP (10.321.178 votos, 44,53 % y 183 escaños) iba a estar marcada por una sucesión de conflictos que llevaron la vida política al límite de la crispación: la reforma unilateral del mercado de trabajo, que fue tachada de «decretazo» y motivó una huelga general de los sindicatos (20 de junio de 2002) que finalmente obligó al gobierno a dar marcha atrás y dejó por el camino al ministro de Trabajo, Juan Carlos Aparicio; el enfrentamiento con el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y la ruptura del diálogo institucional con el gobierno de Vitoria, en una primera fase espoleados por los desencuentros en el pacto de Ajuria Enea contra el terrorismo (que arrancaban de finales de la legislatura anterior) y llevado luego al paroxismo por la presentación del plan soberanista del lehendakari Juan José Ibarretxe, leído en clave separatista por el gobierno de Madrid; la imposición de una reforma educativa no consensuada, que en 2001 aprobó la ley orgánica de Universidades (LOU) y en 2002 la de Calidad de la Educación (LOCE), calificadas ambas por la oposición socialista y de Izquierda Unida (IU) de auténtica «contrarreforma», en cuanto ataque a la enseñanza pública y al laicismo, y por catalanes y vascos, en lo que se refiere a la LOCE , como una intromisión en sus ámbitos de competencias y un intento de marginación de sus respectivas culturas autóctonas; el deterioro progresivo de las relaciones con quien había sido su principal socio en la legislatura anterior, Convergència i Unió (CiU), forjado sobre todo por la negativa del gobierno central a modificar el sistema de financiación y a aumentar las competencias de la Generalitat de Cataluña (en especial el marco fiscal), pero también por los ataques a la unidad de la lengua catalana (signo identitario nacional amenazado por los gobiernos autonómicos del PP en la Comunidad Valenciana y en Baleares) y por la acumulación de una serie de gestos de carácter simbólico (el más representativo, la negativa a devolver a Cataluña los llamados «Papeles de Salamanca», tomados, como se había dicho, «por el derecho de conquista» durante la guerra civil y usados por los franquistas como arma para la represión en la inmediata postguerra) que fueron inequívocamente interpretados como un agravio y fortalecieron a la postre las posiciones del nacionalismo radical representado por Esquerra Republicana de Catalunya (ERC); un giro en política exterior favorable a la política de la extrema derecha estadounidense, que bajo el liderazgo del presidente George W. Bush implicó a España en una guerra contra Irak al margen de la legalidad de las Naciones Unidas, rechazada por el resto de fuerzas políticas y, según las encuestas, por el 91 % de la ciudadanía, que se movilizó activamente en las mayores manifestaciones de su historia; la enajenación de las complicidades -naturales entre socios- con los principales países comunitarios, un hecho relacionado directamente con el cambio de alianzas español y la participación en dicha guerra, que acabó bloqueando la Constitución elaborada durante más de un año por la convención europea. Se sumaron además dos conflictos de naturaleza ecológica y amplia repercusión social: la aprobación, dentro del Plan Hidrológico Nacional, del trasvase del Ebro, que alentó las tensiones interterritoriales entre las comunidades bañadas por el río (Cataluña y Aragón) y las supuestas beneficiarias del trasvase (principalmente Comunidad Valenciana y Murcia, y en menor medida las regiones orientales de Castilla-La Mancha y Andalucía); el accidente del petrolero Prestige (13 de noviembre de 2002), causante de una marea negra que afectó de lleno a Galicia y en menor medida a toda la cornisa cantábrica, poniendo durante meses al gobierno contra las cuerdas al denunciar la oposición en pleno la responsabilidad del Ministerio de Transportes en la decisión de remolcar el buque hasta alta mar.
El resultado de todos esos frentes abiertos, junto con el aprovechamiento de los mecanismos del poder, redundó en el fortalecimiento del partido y, sobre todo, en el sentimiento de unidad en torno a la figura de su líder, el presidente José María Aznar: la dinámica de confrontación permanente le aseguraba a éste el control personal absoluto del aparato partidario, el fortalecimiento de un espacio político que fagocitaba cualquier iniciativa a su derecha y, en ausencia de otros compromisos, las manos libres de su mayoría parlamentaria para dejar fuera de juego cualquier iniciativa de la oposición. En lo ideológico, asumió Aznar un nacionalismo que, con la intención declarada de recuperar «el orgullo de ser español», tuvo sus manifestaciones de mayor resonancia en la toma por las armas del islote de Perejil/Leila (17 de julio de 2002), en la costa de Marruecos, que colocó las relaciones con el vecino del sur en el peor momento de su historia reciente, y un homenaje a la bandera en la madrileña plaza de Colón (2 de octubre de 2002), cuyo propósito de perpetuarse mediante actos mensuales de carácter institucional se frustró ante el alud de críticas levantadas. Más eficaz fue que, arropado bajo la fórmula inédita de lo que llamaba «patriotismo constitucional», estigmatizara cualquier propósito de modificación de la carta magna y, en aras de lo que pasaba a ser así «políticamente correcto», el gobierno se reservara en exclusiva la discrecionalidad de marcar los tempos y administrar en el futuro eventuales iniciativas de cambio, que de momento le parecían impensables.
Al final de la legislatura el gobierno mantenía en su haber, y no era poco, el éxito indiscutible de haber logrado que la economía española creciera por encima de la media comunitaria, un hecho que avaló la presentación de la candidatura del vicepresidente económico, Rodrigo Rato, al puesto de director-gerente del Fondo Monetario Internacional. Además, podía exhibir como triunfo que su firmeza policial frente al terrorismo, refrendada en lo político mediante el Pacto contra el Terrorismo y por las Libertades suscrito con el PSOE (8 de diciembre de 2000), hubiera reducido a sus mínimos históricos las acciones de ETA, la lucha callejera desarrollada por sus alevines (kale borroka) y las formas de resistencia civil dirigidas por las sucesivas organizaciones parlamentarias de la izquierda abertzale vasca (Herri Batasuna, Batasuna, Sozialista Abertzaleak, etc.), ilegalizadas una tras otra al amparo de la no menos conflictiva y polémica ley de Partidos Políticos de 2002, que como denunciaron numerosos juristas, reintroducía en el ordenamiento español la figura del delito político. Por descontado, en el balance quedaban también un montón de heridas abiertas que esperaban a ser restañadas.
Tal era el panorama dejado por esos cuatro años. Y al cabo, en el tramo final de la legislatura, con la mirada puesta ya en los comicios generales del 14 de marzo, las respectivas precampaña y campaña electorales se convirtieron en ejemplos palmarios de que la citada ley de oro sobre los efectos perniciosos de las mayorías parlamentarias era plenamente vigente en España.
Precampaña y campaña estuvieron marcadas en este caso por la problemática del terrorismo: sacada a colación por la filtración a la prensa (26 de enero de 2004) de una entrevista (mantenida veinte días antes) con ETA por el líder independentista catalán Josep Lluís Carod-Rovira, de ERC, invocada hasta la saciedad en Madrid para deslegitimar el recién formado gobierno tripartito catalanista y de izquierdas en Cataluña (en el que, bajo la presidencia del socialista Pasqual Maragall, Carod ejercía de conseller en cap) y denunciar así supuestas contradicciones del PSOE, acusado de no defender un modelo de estado coherente y de proponer para un mismo problema soluciones distintas en cada comunidad. Los dirigentes del PP se ratificaron con nuevos bríos en esa orientación de la campaña tras la decisión unilateral de ETA de declarar una tregua en Cataluña (18 de febrero) y a raíz de la detención en Cañaveras, Cuenca, de dos etarras que se dirigían a Madrid con un camión cargado de explosivos (28 de febrero). Convertida en arma arrojadiza, la problemática terrorista hizo del «caso Carod» el tema central de una campaña que envenenó, más si cabe, el clima político con toda clase de acusaciones calumniosas (entre las más graves, una de Aznar, del 22 de febrero, en la que aseguraba que Carod dijo a los etarras que dejaran de matar en Cataluña y que «lo hicieran sólo en España», y otra de la ministra de Administraciones Públicas, Julia García-Valdecasas, quien, en un paso más, al día siguiente acusó directamente al PSOE de «pactar con asesinos», en referencia a ERC, que por supuesto anunció la presentación de una querella). A la postre, una campaña que sustrajo una vez más del debate los temas capitales con que supuestamente los programas del gobierno y de la oposición trataban de ganarse el voto para los siguientes cuatro años.
Que los acontecimientos discurrieran así y los programas electorales quedaran al margen no era, desde luego, ni casual ni nuevo, en la medida que constituye ya una práctica consuetudinaria que responde al escaso interés de los partidos y sus candidatos por darlos a conocer: en parte porque se considera que los enunciados programáticos conforman un fárrago difícilmente digerible, incomprensible más allá de los círculos de especialistas, razón por la cual los programas sólo son expuestos por partes y ante audiencias minoritarias seleccionadas en función de los contenidos concretos que van a ser tratados (aspectos laborales ante los sindicatos, programa de cultura para gestores culturales y artistas, etc.); del mismo modo -y para preservarse de los suspicaces respecto a los buenos propósitos de los políticos- se evita difundir los programas por el reflejo defensivo que lleva a no comprometerse más allá de lo imprescindible y a no hacer hincapié en aspectos que luego, al ser recordados, no les dispensarán de posibles incumplimientos; pero sobre todo -y es desde la década de 1990 una de las especificidades sobresalientes de la política en todo el mundo occidental- por la indiferenciación de los programas de los grandes partidos: una consecuencia de la supeditación de la política a la economía, que va aparejada al proceso de globalización y, de modo inevitable, conlleva coincidencias entre unos y otros que los asesores de campaña consideran preferible ocultar.
En ausencia de mejores elementos de confrontación, y ante la necesidad de marcar un acento propio, la política emerge así de modo espontáneo como una forma de espectacularización más de la vida pública. Se trata de una necesidad que tiene el origen y se satisface en el rasero de las audiencias, y que, como en los reality show televisivos, encuentra su cauce natural tanto en las distintas personalidades y maneras de los líderes, como en el hallazgo de fórmulas generales de fácil comprensión capaces de marcar el propio territorio e ir a la greña contra el adversario. En la campaña del 14 de marzo, las maneras respetuosas y pausadas del presidenciable José Luis Rodríguez Zapatero (secretario general del PSOE desde el 22 de julio de 2000) trataron de evitarlo al máximo, y fue esta baza electoral, basada en criterios de corrección política, con la que los socialistas se enfrentaron al partido del gobierno. Zapatero arriesgó mucho al comienzo, cuando declaró que renunciaba a la presidencia si el PSOE no sacaba, como mínimo, un voto más que su rival: algo que quitaba argumentos a los populares cuando trataban de ridiculizar la eventualidad de un gobierno tricolor «a la catalana» salido de los pactos postelectorales; pero que contrarió también a IU, que vio en esa declaración un incomprensible error que implicaba a priori renunciar a la victoria. Entre las propuestas de Zapatero, la de traer de vuelta a España las tropas destacadas en Irak apenas mereció comentarios, ya que fue acogida con suma suspicacia por todo el mundo, comenzando por las plataformas pacifistas que en el último año habían organizado las manifestaciones contra la guerra y ahora recordaban el eslogan «De entrada, no» utilizado por los socialistas en el referéndum de 1986 sobre la OTAN. Por el contrario, el PP aparecía muy marcado por las maneras hoscas del presidente José María Aznar y por su particular y expeditiva forma de plantear y resolver los problemas, un talante que le había llevado a priorizar las fórmulas de fuerza sobre las opciones de diálogo y que la oposición no se había cansado durante los últimos cuatro años de calificar, como mínimo, de «autoritario». El partido y sus dirigentes seguían arrastrando ese sambenito, aunque Aznar, cumpliendo con lo que había anunciado al comienzo de su mandato, no se presentara esta vez a la reelección. Un elemento nuevo de difícil pronóstico: su sucesor, el vicepresidente Mariano Rajoy (escogido por el dimisionario tras un cuidadoso proceso de selección que, hasta que fue desvelado, el 29 de agosto de 2003, acaparó buena parte de las cábalas de los politólogos), se caracterizaba justamente por un talante de apariencia más bien dialogante, aunque, al subrogarse en la línea de su valedor, se sumó a las posiciones de intransigencia y descalificación. Corrigió en parte en la recta final de la campaña, cuando las encuestas señalaron el 8 de marzo un peligroso avance de los socialistas, que se situaban entre los cuatro puntos de distancia y el empate técnico, por lo que amenazaban la mayoría absoluta popular que se vaticinaba al comienzo. Entonces, en el PP se redistribuyeron los papeles, y los responsables de las descalificaciones pasaron a ser otros candidatos secundarios: Javier Arenas, Eduardo Zaplana, Jaime Mayor Oreja, Federico Trillo. Se suponía que Rajoy, más cómodo en un papel moderado que parecía venirle al pelo, iba a ser más convincente y se investiría de la autoridad moral necesaria para el triunfo. En ese camino era, sin embargo, imprescindible un guiño para los incondicionales, como el que dio en Huesca (9 de marzo), donde declaró que llegaría a La Moncloa para «hacer un poco más y un poco mejor» todo lo llevado a cabo por Aznar: una frase ambigua de continuidad y distancia respecto a su valedor. Pero en ese momento a la campaña le quedaba apenas nada, ya que iba a verse salvajemente interrumpida.
Efectivamente, todo cambió el 11 de marzo cuando, a tres días de las elecciones, el mayor atentado registrado jamás en Europa dejó 191 muertos y más de 1.500 heridos en cuatro trenes de cercanías que a las 7.42 de la mañana se dirigían a la estación madrileña de Atocha. Para cualquier observador medianamente informado, el procedimiento empleado para lograr esa masacre era el propio de Al Qaeda. Pero el gobierno decidió que se trataba de un atentado de ETA, a despecho de que no era el estilo de la «banda»: para empezar, el hecho de que no hubiera habido aviso previo rompía con una práctica etarra avalada por sus 44 años de atentados; de buena mañana, recibió la condena del líder batasuno Arnaldo Otegui, quien nunca había condenado un atentado etarra y dio por descontado que ETA no había sido; al día siguiente, un comunicado de la propia ETA al diario Gara desmintió su participación en lo sucedido; la complejidad de la operación, que exigía la participación de un mínimo de ocho o diez personas, hacía muy improbable la autoría de ETA, dada la debilidad operativa y logística que padecía a raíz de los reiterados golpes policiales. Para colmo, los artificieros del Tedax, con sólo husmear los restos de los trenes, aseguraron que el explosivo empleado no era el Titadine habitual de los etarras.
Pero el gobierno se empecinó en que era ETA, desestimando otros indicios: el contenido simbólico del día, que coincidía con los dos años y medio de los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos; encajaba perfectamente con una amenaza de Osama Bin Laden, publicada por el diario qatarí Al Jazeera y reproducida por la prensa española al día siguiente (19 de octubre de 2003), en la que refiriéndose a la guerra de Irak citaba por primera vez específicamente a España entre los objetivos de Al Qaeda («Nos reservamos el derecho de responder, en el momento y lugar oportunos, contra todos los países que participan en esta guerra injusta, en particular Gran Bretaña, España, Australia, Polonia, Japón e Italia»); f ue reivindicado la misma tarde en un comunicado de las Brigadas Abu Hafs al Masri (comunicado puesto en entredicho porque lo publicó el londinense Al Quds Al Arabi, considerado poco fiable) y, el hecho más relevante, a primera hora de la tarde fue hallada una casete en árabe y varios detonadores en una furgoneta robada aparcada junto a la estación de Renfe de Alcalá de Henares. Más que un indicio, ésta era ya una pista. Pero tampoco se consideró suficiente.
En todas sus declaraciones públicas, el gobierno se atuvo al hilo de su propia propaganda, que en los días precedentes, para subrayar los argumentos en contra del PSOE y sus socios catalanes, le había llevado a afirmar que ETA buscaba una matanza en Madrid. Así que se empecinó en sostener la autoría de ETA: el propio Aznar en persona llamó sobre la una de la tarde a varios directores de periódicos para convencerles de dicha autoría (luego, en una segunda ronda telefónica de última hora, insistió para asegurarse de que así iban a publicarlo) y, acto seguido, en una rueda de prensa convocada media hora después, el ministro del Interior, Ángel Acebes, tachaba de «miserables» a quienes trataran de «desviar la atención sobre el objetivo y los responsables de esta tragedia». La ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, mandó una nota confidencial a todas las embajadas españolas para que defendieran el mismo punto de vista y una hora después el embajador español ante la ONU arrancó una declaración de condena del Consejo de Seguridad en que se hacía mención expresa de la organización vasca.
Muy al contrario, los servicios de inteligencia británicos y estadounidenses expusieron desde el primer momento su incredulidad respecto a la posición oficial del gobierno, y apuntaron abiertamente hacia Al Qaeda, al igual que hicieron la mayoría de los medios de la prensa internacional.
Por supuesto, se suspendió la campaña electoral y se declararon tres días de luto nacional. Sólo cuando a las 12 horas del atentado se informó del hallazgo de la furgoneta, Acebes anunció prudentemente la apertura de una segunda línea de investigación, pero la postura oficial que señalaba la autoría de ETA permaneció invariable. En la opinión pública se abría paso la sospecha de que el gobierno estaba manipulando la información y trataba de evitar a toda costa que la indignación causada por la masacre pudiera girársele en contra si se demostraba que el atentado era un acto de represalia por el papel de España en la guerra de Irak.
Las manifestaciones de duelo del día 12 reunieron, según cifras oficiales, a unos once millones de personas. Las concentraciones de protesta ante las sedes centrales del PP en Madrid y Barcelona se extendieron el día siguiente, día 13, a las principales ciudades en la jornada de reflexión que marca la ley. Los informativos de Televisión Española, dirigidos por el periodista Alfredo Urdaci, se convirtieron en todo un símbolo de la manipulación informativa denunciada, que también alcanzó a la Agencia EFE, donde el comité intercentros pidió el cese del director de información, Miguel Platón, por el régimen de censura y manipulación impuesto. Ese mismo día, fueron detenidos en Madrid tres súbditos marroquíes y dos indios en relación con lo sucedido, mientras un portavoz de Al Qaeda reivindicaba el atentado mediante un mensaje en vídeo depositado en una papelera cercana a la mezquita de la M-30 madrileña. El clima de tensión era extremo y, en Pamplona, un policía mataba a tiros a su panadero porque se había negado a poner en la tienda un cartel contra ETA. Por la noche, Rajoy exigió por televisión el cese de las manifestaciones y actos de protesta, mientras sonaban las caceroladas y entre los manifestantes, que airados seguían acosando las sedes del PP, se disparaban los rumores sobre propuestas de suspensión del proceso electoral y de imposición del estado de excepción.
Al día siguiente, cuando fueron a votar, Aznar y su esposa, Ana Botella, fueron recibidos con gritos e insultos en su propio colegio electoral. Ella depositó el voto en la urna con los ojos en lágrimas, y él, con el rostro cuajado de ira, cambió ante las cámaras las palabras de llamamiento a la participación ciudadana propias de los políticos en trance electoral, por una de sus habituales invectivas, en este caso contra «los fanáticos» cuyo coro de insultos personales le acompañaba como sonido de fondo. Todo un símbolo y, poco más o menos, el mismo sonido que acompañó la imagen del voto de Rajoy. Por la tarde, aún los informativos de TVE insistían en la autoría de ETA. Sin embargo, para sorpresa de todos, las elecciones daban un vuelco al panorama político gracias a una participación del 78%, casi diez puntos por encima de la registrada en 2000: el PSOE conseguía 10.907.530 votos, 42,64%, y obtenía 164 escaños. El PP, con 9.628.201 votos, 37,64%, 148 escaños, se vería obligado a pasar a la oposición. Los nacionalistas de CiU (3,24% y 10 escaños), ERC (2,54% y 8 escaños) y PNV (1,63%, 7), e IU-ICV (4,96% y 5 escaños), ofrecían un amplio panorama de apoyos parlamentarios para el futuro gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero.
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Lluís Cànovas Martí, «El PP ante los idus de marzo: de la mayoría absoluta a la oposición»Escrit per al web Ocenet, Grupo Editorial Océano, març de 2004