Lluís Cànovas Martí / 6.3.2003
[ Vegeu també: Crónica de la caída de Ceaucescu / Kosovo: la guerra "humanitaria" / Proclamación de independencia en Kosovo / Rusia: la restauración imperial / Georgia, rescoldo frío / Cambio de siglo, cambio de sentido / Una nueva tangibilidad de fronteras: camino de la implosión soviética (1), (2) i (3) / El neoliberalismo de los vencedores / Milton Friedman, factótum del neoliberalismo / El crack de 1929 y la Gran Depresión ]
El final de la guerra fría cogió al mundo por sorpresa. A pesar de los inmensos presupuestos invertidos en el seguimiento de los movimientos del adversario (espionaje, estudios geoestratégicos...), los indicios que hubieran permitido prever el hundimiento de la Unión Soviética y el desmoronamiento de su imperio pasaron inadvertidos en Occidente: falló la prospectiva. Diez años antes había sucedido lo mismo con el triunfo de la revolución islámica en Irán, que acabó con el régimen del sha (uno de los aliados más fieles de Estados Unidos en Oriente) y fue la avanzada del integrismo musulmán emergente tras la caída del bloque comunista.
La ceguera de los «sovietólogos» occidentales, que pese a la acumulación de datos disponibles fueron incapaces de prever los acontecimientos, es sólo una de las incógnitas por resolver en la «repentina caída» soviética. La historiografía se divide al respecto en dos corrientes. Una atribuye el fin de la Unión Soviética a causas endógenas: las contradicciones del sistema, los hábitos del centralismo democrático, habrían inducido en los líderes comunistas la creencia errónea de que sus decisiones contaban con el apoyo incondicional del partido y del pueblo, algo que, al cabo, cuando chocó contra la realidad, minó su confianza en la utopía comunista y los llevó a la entrega ante el enemigo. Otra corriente carga las tintas en las causas exógenas, inherentes a la dinámica de la guerra fría: la firmeza de la administración Reagan y su política de «paz basada en la fuerza» habrían colocado a la Unión Soviética al borde del colapso económico (acrecentado entre otras adversidades por la catástrofe nuclear de Chernobil y la derrota ante los muhaidines en Afganistán) y decidido a sus dirigentes a poner fin al oneroso gasto que implicaba el desafío de la guerra fría. Como es obvio, causas endógenas y exógenas se imbricaron en una concatenación de hechos cuya recomposición sólo será posible tras los estudios y el tiempo indispensables para devolver el sentido de la totalidad.
El desmoronamiento del bloque soviético se produjo entre la subida al poder de Gorbachov y la aplicación de su perestroika (1985), y la elección de Eltsin y la constitución de la Comunidad de Estados Independientes (1991). Fue un fenómeno de implosión estatal en cadena (cuyo precedente se encuentra en la brecha abierta por el sindicato Solidarnosk en la Polonia de 1980) y que proporcionó su mejor símbolo con la caída del muro de Berlín (1989), que ese año acompañó a la desaparición de la República Democrática de Alemania, subsumida en la Alemania unificada. También en el resto de la Europa del Este se produjo bajo el liderazgo de los antiguos burócratas: en Hungría mediante una transición impulsada por el Partido Comunista (1988) y rubricada con la proclamación (1989) de la República de Hungría (denominación desprovista ya del gentilicio «Popular» de antaño); en Checoslovaquia, bajo la presión de las manifestaciones populares (1989) condujo a un gobierno de transición que incluía a miembros de la oposición democrática y preparó la separación de sus entidades históricas (República Checa y Eslovaquia en 1993); en Bulgaria el PCB anunció la convocatoria de elecciones libres. En la coyuntura de 1989, sólo el encastillamiento de Ceaucescu en Rumanía causó un baño de sangre, tras una revuelta popular que el 22 de diciembre permitió enterrar la dictadura y al mismo dictador.
En la Unión Soviética , la implosión se consumó con la secesión de la república de Lituania (1990) y la oleada nacionalista que en agosto de 1991 condujo a las proclamaciones de independencia de sus repúblicas: Tayikistán (día 9), Estonia (20), Letonia (21), Ucrania (24), Bielorrusia (25), Uzbekistán y Kirguizistán (31), y al mes siguiente Armenia (día 21)... Acabarían adhiriéndose a la Comunidad de Estados Independientes (CEI) instituida en diciembre por Rusia, Ucrania y Bielorrusia para detener el marasmo económico mediante la creación de un área de influencia del rublo.
Más alambicado fue el caso de Yugoslavia, donde la vieja guardia comunista explotó los resentimientos étnicos para mantenerse en unas estructuras de poder en adelante determinadas por las viejas nacionalidades balcánicas y por un proceso de guerras civiles (Bosnia, 1992-1995, y Kosovo, 1999) que condujo en 2003 a la reducción del país a la Unión de Serbia y Montenegro.
Los reequilibrios de poder en el orden mundial resultante, definido sobre todo por el marchamo de la «globalización», se ventilarían en la segunda de las guerras de Yugoslavia, y contra Irak en 1991 y 2003, que evidenciaron la incapacidad de Europa para detener el drama genocida en su territorio y para actuar unitariamente frente al liderazgo indiscutible de los Estados Unidos.
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Lluís Cànovas Martí, «La caída del bloque soviético y la postguerra fría» Prefaci al volum 34 de la Historia Universal Larousse, RBA Editores/Spes Editorial, Barcelona, 2002-2003