El reconvertit Exèrcit Roig soviètic, peça fonamental de la restauració imperial russa que seguí a la caiguda del comunisme, ret honors militars al pas del fèretre de l'ex president Boris Ieltsin en el funeral d'estat que presidí el seu successor, Vladimir Putin (Moscou, 25.4.2007)
Lluís Cànovas Martí / 20.11.2007
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Los tres últimos lustros de la historia rusa son la lucha de la oligarquía poscomunista por recomponer el viejo poder imperial desaparecido en diciembre de 1991 con la Unión Soviética. Una primera fase de esta lucha arrancó aquel mismo mes con la constitución de la Comunidad de Estados Independientes (CEI). La nueva organización supranacional se dotó de una estructura confederal y restableció, de forma negociada, el marco de relaciones comerciales, financieras, jurídicas y de seguridad rusas con diez de las repúblicas soberanas surgidas de aquel proceso. En su defecto, las tropas rusas impusieron la confederación por la fuerza de las armas, como sucedió con Georgia en diciembre de 1993 y, en la misma Federación Rusa, con la república independentista de Chechenia (de forma fallida en 1994-1996, y victoriosamente en 1999-2000). Al cabo, sólo las ex repúblicas soviéticas del Báltico, adheridas finalmente a la UE, permanecerían al margen de la nueva institución. Por lo demás, en 2007 la amenaza secesionista seguía acechando al conjunto. En la Federación Rusa, de forma activa, por la lucha armada de la rediviva guerrilla islamista chechena, y de forma latente en varias regiones autónomas de otras dos repúblicas de la CEI en las que el despliegue de tropas rusas garantizaba el sometimiento al poder central de sus reivindicaciones soberanistas: en Abjasia y Osetia del Sur, respecto a Georgia, y en Nagorno-Karabaj, respecto a Azerbaiján. Caso aparte, la consecución de los objetivos secesionistas en Trandsniéster dio lugar en 1992 a una república que de facto impuso su independencia respecto a Moldavia, país al que pertenecía y que, como Rusia, seguía sin reconocerla al cabo de 15 años.
El proceso de institucionalización del nuevo poder ruso encontró de momento en la CEI la horma adecuada para tratar de contener el marasmo económico que acompañó a la caída del comunismo. La creación de un área de influencia del rublo, delimitada por las fronteras de los países adheridos, le resultaba a Rusia imprescindible para proyectarse en un ámbito territorial a la par viable y extenso, capaz de restaurar la herencia perdida del viejo dominio imperial soviético, que con el hundimiento de sus estructuras de producción y distribución había reducido drásticamente a la mitad su capacidad económica. Según las estadísticas del FMI, la inflación de 1992 fue del 2.138 %, un parámetro de inestabilidad monetaria incompatible con cualquier perspectiva de desarrollo y que, salvo a los especuladores, hundió a la mayor parte de la población en la pobreza. Ese empobrecimiento general contrastaba con el enriquecimiento experimentado por una minoría emergente próxima al poder que, de la noche a la mañana, se benefició de la política de privatizaciones gubernamental y se reforzó más aún mediante el fraude fiscal, la malversación de fondos públicos y las prácticas de corrupción generalizada, que pasaron a formar parte de una nueva cultura del sistema a cuyo amparo surgían importantes organizaciones mafiosas. La conjunción de estos factores rubricaba la insolvencia del estado, que experimentó un formidable incremento de la deuda pública, cifrada en el 44 % del PIB en 1992. Ese año el PIB ruso fue de 541,23 billones de rublos, pero en 1994 había sufrido ya una caída del 19 %, hasta 437,78 billones, y en 1998 llegó a 292,63 billones, lo que significaba un descenso acumulado del 42 %. La inexistencia de un plan de transición económica al libre mercado había resultado letal.
No acababa ahí la tragedia rusa. Y entre las consecuencias de la derrota soviética de 1991, el final de la guerra fría repercutiría allende sus fronteras. La Federación Rusa que sucedió a la Unión Soviética perdió toda ascendencia política sobre las ex repúblicas populares del este europeo, que se habían desmoronado poco antes y, tras la reconversión de sus dirigentes a la democracia, acabarían consumando la incorporación masiva de sus países a la UE en 2004 y 2005.
La humillación rusa ante esa pérdida de influencia territorial sobrevenida (la de los «países satélites», como se les calificaba en occidente) se acrecentaba ante el hecho de que entre 1999 y 2004 esos antiguos aliados avanzaron las fronteras de la OTAN hasta la misma Rusia, con lo que se convertían en enemigos objetivos de un eventual rearme imperial ruso.
Como proyecto, la CEI quedaba abierta a la creación de un espacio económico común y a la incorporación de cualquier otro estado que asumiera sus objetivos fundacionales. Pero en 2003-2005 no había crecido el número de socios y, por el contrario, la dinámica de algunos de sus miembros aumentaba las desafecciones: en Georgia, en noviembre de 2003 una revuelta popular derrocó al presidente Edvard Shevardnadze, garante de los intereses rusos, que fue reemplazado por el prooccidental Mijaíl Saakashvili; en noviembre de 2004, la «revolución naranja» de Ucrania llevaría al poder a Viktor Yushchenko, partidario de incorporar el país a la UE y de asumir los compromisos atlantistas de occidente; en marzo de 2005, en Kirguizistán, el régimen dictatorial del presidente Askar Akayev fue derrocado por una revuelta popular, y su sucesor, Kurmanbek Bakiev, se convertía en pieza clave del control estadounidense sobre Asia Central. En Moldavia, mientras tanto, el viento de la política exterior empujaba asimismo hacia Europa.
El proceso político de reconversión imperial atravesó tres etapas diferenciadas ligadas a las luchas por el poder en el Kremlin: la del presidente Mijail Gorbachov (1989-1991), que abrió las puertas a la implosión que acabaría con el imperio soviético, y las de sus sucesores, Boris Yeltsin (1991-1999) y Vladimir Putin (2000-), quienes se erigirían en artífices de la realidad imperial posterior: Yeltsin remató la deconstrucción estatal comenzada por su antecesor y asentó, mediante la privatización de las grandes corporaciones, las bases acumulativas del capitalismo salvaje nacido con la nueva oligarquía; Putin emprendería la reconstrucción autocrática del proceso, dotándolo de una proyección nacionalista que, al someter cualquier libertad a la razón de estado, lindaba con el fascismo.
Las raíces autoritarias del nuevo estado ruso, al igual que las del autoritarismo de las restantes repúblicas de la CEI (especialmente extremo en el caso del régimen de Alexander Lukashenko en Bielorrusia), eran una simple prolongación de su pasado. Eric Lohr, autor de Nationalizing the Russian Empire (2003), ve en el fenómeno una constante observable en todos aquellos países que viven «revoluciones» (el autor utiliza el término en el sentido que suelen emplearlo los liberales norteamericanos), las cuales «terminan volviendo a pautas institucionales autóctonas determinadas por su evolución histórica», que, en el caso de un país como Rusia, «cuenta con muy pocas tradiciones e instituciones históricas atractivas sobre las que basar una transición gradual a la democracia». Desde esta perspectiva, el parangón con la Rusia zarista es inevitable, tanto como la asunción del pasado militar soviético reivindicado por Putin en el 60º aniversario del fin de la segunda guerra mundial.
Esta tendencia más o menos instintiva de las «revoluciones» a refugiarse en prácticas pretéritas explicaría que la pseudodemocracia instaurada por Yeltsin derivara pronto en esa parodia grotesca de democracia impuesta por Putin en todos los niveles institucionales, comenzando por la Duma, supuestamente la máxima expresión de la soberanía popular. Si en plena debacle económica de 1993, la crisis política movió a Yeltsin a utilizar el ejército contra la sede parlamentaria y los diputados para disolver la Duma y convocar nuevas elecciones, su siguiente paso fue lograr de la Duma renovada una Constitución que un año más tarde aumentó las prerrogativas presidenciales: la concentración de poderes se apuntaba así instintivamente a los mecanismos autocráticos de restauración imperial, que por supuesto implicaban la renuncia a cualquier práctica genuinamente democrática. Su sucesor daría otra vuelta de tuerca a esa renuncia en aras de un proyecto basado en dotar a Rusia de la coherencia nacional que jamás había tenido (iniciativa a la que se sumó la Iglesia Ortodoxa, que renovaría la santa alianza con el estado, escenificada en los funerales de Yeltsin el 25 de abril de 2007), devolverla por la vía del ultraliberalismo económico a su antiguo puesto de potencia mundial y acabar con los obstáculos que se interponían en el camino elegido para conseguirlo.
Los objetivos inmediatos de ese programa de restauración imperial pasaban por someter las resistencias internas: modificar el sistema de partidos para doblegar a aquellos que, desde la oposición, actuaban de contrapoder; hacerse con el control del aparato mediático para acallar cualquier crítica, y acabar con cuantos oligarcas no asumieran el proyecto.
Respecto al primer objetivo, dos de sus grandes éxitos fueron: la aprobación por la Duma de la Ley de Partidos Políticos (22 de junio de 2001), que al restringir las condiciones exigidas a los partidos impuso la ilegalización de 120 de ellos; complementariamente, la aprobación de una reforma política (18 de febrero de 2005) que reforzaba el control territorial y social mediante una Cámara consultiva integrada por representantes de las organizaciones sociales y las provincias (un tercio, miembros de designación presidencial; otro tercio, elegido por este primer grupo, y el resto, representantes provinciales). Y entre sus resultados más significativos, la sustitución de los procedimientos de elección de presidentes de repúblicas y gobernadores por mecanismos de simple designación
El sometimiento del cuarto poder y de los oligarcas, segundo y tercer objetivos, tuvo un desarrollo paradigmático frente al grupo Media Most, del oligarca Vladimir Gusinski, detenido en 2001 y finalmente exiliado, desposeído de la NTV, única cadena televisiva privada, en una junta de accionistas en la que la sociedad estatal Gazprom, socio de referencia, jugó un papel determinante. Se inauguraba así la persecución de oligarcas disidentes, que tuvo en Mijail Jodorkovski su caso más emblemático: propietario de la petrolera Yukos que ambicionaba presentarse a la presidencia de Rusia (en abierto desafío al apoliticismo que Putin exigió en 2001 a los oligarcas si querían conservar sus propiedades), fue arrestado en 2003 por evasión fiscal, expropiado en 2004, condenado a ocho años de cárcel en 2005 e internado en el penal siberiano de Krasnokámensk, paradigma de las violaciones de derechos humanos del sistema.
Las continuas violaciones de derechos humanos fueron la cara más terrible de Rusia en la guerra y la postguerra chechenas. Tanto como el desprecio a las vidas humanas mostrado por las fuerzas especiales antiterroristas en los asaltos al teatro Dubrovska de Moscú (2002) y la Escuela de Beslán (2004), que causaron 119 y 331 víctimas mortales entre los mismos rusos secuestrados por la resistencia islamista. A propósito del escándalo de «Las Tres Ballenas» (empresa importadora de muebles convertida en campo de batalla del Cuerpo de Aduanas y del Servicio Federal de Seguridad, FSB, que la utilizaban para sus actividades de contrabando), el jefe del Área de Control de Estupefacientes, general Víctor Cherkésov, denunció en octubre de 2007 las guerras intestinas de los servicios de seguridad, que según él llevaban a Rusia por el camino de las «peores dictaduras latinoamericanas». Algo que encajaba con los innúmeros y oscuros asesinatos de personalidades: sus víctimas de mayor relieve en 2006, el ex espía Alexander Litvinenko y la periodista Anna Politkovskaya. Ésta estaba comprometida en la investigación y denuncia de las violaciones de los derechos humanos cometidas por los rusos en Chechenia, y el primero había denunciado en su libro El FSB dinamita Rusia (2001) que sus superiores eran los responsables de la cadena de atentados que en 1999 destruyó en Moscú y Rostov varios bloques de viviendas en los que perdieron la vida tres centenares de personas: esos atentados fueron imputados a los chechenos, sirvieron de pretexto para invadir Chechenia y consagraron la figura de Putin, quien acababa de saltar de la jefatura del FSB a la presidencia interina del país.
h2>El petróleo como arma imperialEn 2003, el PIB ruso (412,58 billones de rublos) aún no había recuperado su nivel de 1992 y la inflación seguía descontrolada, pero había bajado ya drásticamente, al 15 %. Cuatro años después, la política de contención de precios situaba la tasa de inflación en el 9,8 %. La llegada masiva del capital extranjero (que sumaba 88.000 millones de dólares), el aumento del consumo interior y, sobre todo, la exportación de combustibles fósiles propiciaban un despegue económico (con incrementos continuos del PIB: 7,2 % en 2004; 6,4 % en 2005; 6,8 % en 2006; 7,5 % estimado en 2007) que permitía superar ampliamente aquel nivel del PIB (según las estadísticas oficiales, quintuplicado en los siete años transcurridos del siglo), sacar de la precariedad a unos 20 millones de personas que habían caído en la pobreza y hacer de Rusia la décima economía del planeta.
La «renacionalización» de los monopolios rusos del gas (Gazprom) y del petróleo (Rosneff), y la escalada de los precios del combustible, fueron utilizados como la principal arma geoestratégica del estado para reivindicar a Rusia como potencia mundial. En pleno invierno de 2006, colapsó el suministro de gas a Europa central, y en 2007 la amenaza de repetir el lance coincidía con diversos planes de occidente: reconocimiento de la independencia de Kosovo; construcción de bases militares en Bulgaria y Rumanía, y despliegue del escudo antimisiles estadounidense en Polonia y la República Checa . Putin anunció en abril la suspensión del Tratado sobre Armas Convencionales en Europa (CFE) de 1990; en septiembre, alardeó de que había iniciado la fabricación en serie de misiles nucleares para submarinos estratégicos; en octubre, el acuerdo de explotación conjunta de las riquezas del Caspio con los países de ese mar legitimaba desafiante la posición estratégica de Irán, que se convertía en su aliado frente a la amenaza atlantista procedente de Estados Unidos. El juego ful de la diplomacia en torno a estos hechos retrotraía una vez más a las tensiones propias de la guerra fría.
[ Vegeu també: La guerra fría / La caída del bloque soviético y la postguerra fría / Emmanuel Todd / Cambio de siglo, cambio de sentido ]
Lluís Cànovas Martí, «Rusia: la restauración imperial»Escrit per a l'Apéndice Gallach 2005-2007, Editorial Océano, Barcelona, 2008