El Mur de Berlin, que va començar a construir-se el 13 d'agost de 1961, separava al llarg de 120 quilòmetres els sectors occidental i oriental de l'antiga capital alemanya i esdevingué el símbol més representatiu de la guerra freda. Va caure la nit del 9 al 10 de novembre de 1989, després que la televisió de l'Alemanya Oriental anunciés la decisió del Politburó Comunista d'anul·lar totes les restriccions a la lliure circulació amb el sector occidental: el fet mogué a milers de persones de les dues bandes de la ciutat a concentrar-se davant del mur. Imatge de la nit històrica davant la Porta de Brandenburg
Lluís Cànovas Martí / 2009-2012
[...] No cabe llamarse a engaño: el triunfo del capitalismo sobre el comunismo se produjo en primera instancia en el plano de la economía. Mientras que el socialismo real hacía implosión en la recta final del siglo, los gestores neoliberales de Occidente conseguían para el capitalismo los mayores niveles de beneficios de la historia. Las relaciones causales en esa concurrencia de fenómenos comportaron consecuencias inmediatas que, favorecidas por la revolución tecnológica en marcha, se trasladaron a los distintos planos de la realidad social y política. [...]
En la transición de los siglos XX al XXI, la intensidad del proceso de cambios abonó en todas partes —y muy especialmente en los países desarrollados— el sentimiento colectivo de que se estaban viviendo unos hechos históricos marcadamente trascendentales: el final de una época —que había abarcado la mayor parte del siglo y que la historiografía inmediata se apresuró a calificar de «siglo corto»— El historiador británico Eric Hobsbawm [Historia del siglo XX (1914-1991), Crítica, Barcelona, 1995] lo califica así al considerar que los hechos relevantes que definen la singularidad cronológica del siglo XX discurrieron de 1914 a 1991 —los 77 años que median entre la Gran Guerra y la disolución de la Unión Soviética—. Hobsbawm califica al siglo XX como «siglo corto», en contraposición a un siglo XIX que había definido como «siglo largo» en el conjunto de su obra anterior, donde divide los 125 años que van de 1789 a 1914 —el período comprendido entre la Revolución Francesa y la Gran Guerra— en tres eras: la revolucionaria, la del capitalismo y la del imperio, que según él enmarcan la secuencia cronológica del siglo. en cuyo transcurso las contradicciones sociales, políticas y económicas remitían en todos los casos al enfrentamiento entre los dos sistemas de dominación del mundo (capitalismo y comunismo) y a la confrontación entre sus respectivas formulaciones ideológicas.
La conciencia del cambio operado se abrió camino cuando, en ese modelo de referencia binario, las estructuras estatales de la Unión Soviética, basadas en la herencia del sistema comunista, se desmoronaran arrastrando consigo a los países del llamado bloque socialista que integraban su imperio. Como consecuencia, el segundo mundo, constituido por los países socialistas, se precipitó de golpe en el tercer mundo, pasando a asumir los niveles de renta de los países pobres. La expresión «segundo mundo», empleada en el análisis desarrollista para referirse a la sexta parte socialista del mundo, cayó en desuso tras la caída de los regímenes de la Europa del Este. Parag Khanna la recupera en un sentido menos preciso para referirse a los nuevos espacios en los que «la geopolítica y la globalización entran en conflicto y se fusionan», como la define en El segundo mundo. Imperios e influencia en el nuevo orden mundial, Paidós, Barcelona, 2008, p. 24. En el extremo opuesto de ese binomio referencial, el sistema capitalista de lo que se conocía como primer mundo —representado por los Estados Unidos y su área de influencia— entró en una nueva fase de expansión económica y dominio militar y político que, en plena reafirmación integrista de los principios neoliberales, se dio en llamar globalización.[...]
[...] El fenómeno de generaciones que creyeron vivir momentos trascendentales de la humanidad no era nuevo. Se detecta de modo recurrente en numerosos tránsitos del pasado: en el paso de los siglos X al XI, con las sectas milenaristas que invocaban el Apocalipsis de san Juan ante el temor a la llegada del Fin de los Tiempos y el Juicio Final en una Europa medieval dominada por la superchería religiosa; en las postrimerías de la edad media, con las masas migratorias que tras el descubrimiento de América despertaban a la codicia para participar en el esquilme de las nuevas tierras en una conquista sublimada luego como epopeya; en la sociedad gremial del siglo XVIII, con los sans-culottes franceses que participaron en el derrocamiento de la monarquía de Luis XVI y sentenciaron en favor de la burguesía el final del ancien régime; con las masas proletarias de un mundo industrial efervescente que a comienzos del siglo XX quedaron seducidas por el mito revolucionario del estado soviético... Son solo unos pocos ejemplos de la historiografía eurocéntrica en los que se detecta el pálpito de un sentimiento generacional inducido por la excepcionalidad de lo acontecido.
Lejos de perdurar en el tiempo, la conciencia aparejada a ese protagonismo suele ser un tránsito efímero. Surge en todas las ocasiones como un mero pasaje que se desvanece en una nueva cotidianidad, generalmente encarnada por la vuelta a las rutinas cotidianas, aunque con los matices añadidos por los cambios societarios o por las innovaciones tecnológicas que propiciaron la nueva situación. A fuer de repetido, cabe observar que el fenómeno se reproduce periódicamente siguiendo ciclos seculares difícilmente objetivables —próximos tal vez a los ciclos Kondratiev que en la historia económica señalan la alternancia de períodos largos de prosperidad y crisis— y que se manifiestan en lo político según los términos propios de cada lugar y época.
Si en el balanceo secular de los tiempos la institucionalización del comunismo soviético había añadido en 1917 un factor de incertidumbre a una geopolítica mundial hasta aquel momento determinada casi en exclusiva por las rivalidades nacionales, ocho décadas más tarde la desaparición de la URSS parecía recrear las condiciones para el lanzamiento de una etapa de prosperidad capitalista sin sobresaltos ni límites: aquella oportunidad que el final de la Primera Guerra Mundial y la consecuente crisis de subproducción europea parecieron brindarle en bandeja de plata a la potencia emergente de los Estados Unidos y que se frustró cuando el éxito de la Revolución de Octubre en Rusia obligó a arrumbar de sus objetivos inmediatos los planes de expansión capitalista hacia Oriente.
[...] En la coyuntura de los años noventa del siglo XX, cuando tras la desaparición de la URSS los intereses en juego parecían susceptibles de implicar ya a todos los estados del mundo, la etapa que se dejaba atrás podía ser vista tal vez como un simple paréntesis ominoso. Un paréntesis tendido entre el arranque de la revolución bolchevique y la rúbrica de su inopinado final en la prolongada agonía de su consunción burocrática. Se trataba, además, de un proceso de degradación sentenciado históricamente por una resolución contradictoria: con la desaparición de la URSS los hechos parecían dar la razón a quienes, desde posiciones de izquierda críticas, habían subrayado siempre que el comunismo soviético no era sino una fórmula de capitalismo de estado, como al poco de proclamada la URSS observaron algunos anarquistas preclaros al respecto Entre ellos, protagonistas del movimiento libertario como el anarcosindicalista español Ángel Pestaña (Informe de mi estancia en la URSS, 1920), el ucraniano Néstor Majno y su compañero el ruso Piotr Archinov (El movimiento majnovista, 1921) y el también ruso Volin (La revolución desconocida, escrito en 1922, y publicado póstumamente en 1947). y, en los años treinta, habían denunciado también los no menos lúcidos activistas y pensadores del consejismo obrero. Los más destacados, sin duda, el holandés Anton Pannekoek y el alemán Paul Mattick, quienes siguiendo el camino crítico abierto por Karl Korsch, abandonaron la ortodoxia leninista para coincidir en lo que desde la URSS se condenó como «desviacionismo izquierdista» y, en cuanto tal, contrarrevolucionario. La desaparición soviética también parecía confirmar el punto de vista de quienes, desde otra perspectiva más propia de una derecha ilustrada, de algunos sectores académicos de la intelectualidad europea occidental o desde la misma burocracia socialista, sostuvieron con igual empeño hasta comienzos de los años setenta que la lógica tecnocrática llevaba inevitablemente a la convergencia de sistemas. Entre la derecha ilustrada, el ejemplo más representativo sería el del ruso Pitrim A. Sorokin (Russia and the United States, 1944); entre los académicos, el francés Raymond Aron (Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial, 1955) y el holandés Jan Tinbergen («Do Communist and Free Economies Show a Converging Pattern?», Soviet Studies, 1961). En el mismo sentido, destaca en el campo socialista el checo Ota Sik, quien, como ministro de Economía, en 1968 fue el principal artífice del frustrado programa reformista de su país. Este punto de vista fue paulatinamente abandonado a partir de la década de los años setenta, cuando, ya prácticamente completado el proceso de descolonización, los estudiosos cambiaron su interés por las coordenadas del enfrentamiento Este-Oeste para centrarse progresivamente en el conflicto Norte-Sur y los enfoques académicos de la «modernización» y el «desarrollo social». En cualquier caso, desde unos y otros puntos de vista, la transición finisecular al siglo XXI desvelaba la victoria del capitalismo sobre el comunismo como el final de la partida que los intereses imperialistas de las dos grandes potencias mundiales llevaban disputando desde hacía cuatro décadas a través del juego ful de la guerra fría. [...]
[...] El mundo bipolar que la guerra fría configuraba se vino abajo porque resultaba económicamente insostenible y arrastraba a los contendientes a la quiebra económica. Se rompió por su eslabón más débil, la Unión Soviética, cuando esta no pudo resistir la presión a que la sometía el adversario y, lastrada por la degradación de su estructura burocrática, tampoco fue capaz de emprender una vía propia de transición al capitalismo: al término de la guerra fría, la deuda nacional acumulada por los Estados Unidos ascendía a 2,7 billones de dólares, buena parte de ellos consecuencia directa de su política exterior belicista. También en la Unión Soviética (enfrascada entre 1979 y 1989 en la guerra de ocupación de Afganistán) la sangría económica de la guerra fría representaba una onerosa carga (oculta por la opacidad de las estadísticas soviéticas) que debilitaba su sistema social. Además, la situación que atravesaba la economía soviética se vio agravada a partir de 1986 por el accidente que sufrió la central nuclear ucraniana de Chernóbil. En el plano de su proyección industrial, lo sucedido en Chernóbil remachó en todo el mundo la crisis del modelo energético electronuclear que Occidente había asumido ya unos años antes tras el accidente padecido en 1979 por la central estadounidense de Three Mile Island. A raíz de este accidente, el mundo occidental había paralizado todos sus programas de construcción de nuevas centrales nucleares y entregado el futuro de sus planes de expansión industrial al albur de una disponibilidad de petróleo barato e ilimitado: la inelasticidad en la oferta de petróleo y su consiguiente repercusión en los precios del crudo proporcionan buena parte de las claves de la política internacional posterior.
Con los problemas energéticos pendiendo sobre su agenda del desarrollo y los horizontes geopolíticos abiertos por la victoria del capitalismo sobre su enemigo secular, los grandes poderes fácticos de la globalización en ciernes se impusieron como tarea urgente la reforma de las estructuras políticas y militares levantadas durante la guerra fría. Desde luego, un tránsito de siglo que iba a tener en el neoliberalismo la ideología dominante. [...]
[...] Al cabo, redundaría todo en un único proceso que culminó en una crisis financiera cuya primera señal de alarma reconocible tuvo lugar en 2007 e iba a irrumpir al año siguiente mostrando el reverso negativo de esa globalidad que los ideólogos del nuevo orden mundial habían publicitado como el mayor logro del sistema capitalista resultante. En el intento de contención de la crisis se apuntaron, en primer lugar, reflejos desglobalizadores que en la nueva coyuntura alimentaron la tentación proteccionista de los estados frente a las importaciones comerciales y el veto a la participación del capital extranjero en los sectores estratégicos: dos armas defensivas de los intereses nacionales que siempre habían estado en sus arsenales y que, en alguna medida, a pesar de los enunciados liberalizadores, nunca habían dejado de usarse. Por su parte, los indicadores de integración financiera ponían en entredicho el cumplimiento del principio de la libre circulación de capitales, sobre todo en una Unión Europea que se había convertido en la mayor área de libre comercio del mundo, en la que en 2011 se produjo el cierre del mercado de préstamos interbancario ante las dudas que suscitaba la escasa o nula solvencia de las entidades financieras después de tres años de rescates multimillonarios, y en donde Austria, convertida en ejemplo de referencia del repliegue económico nacionalista, limitó la transferencia de fondos de las entidades del propio país a sus filiales en el extranjero. [...] Junto a los debates teóricos suscitados por la crisis, los tanteos de política económica aplicados para resolverla y las resistencias levantadas por sus víctimas, las contradicciones del sistema puestas al descubierto desmentían el último mito levantado en torno al sentido unidireccional de la historia. [...]
Lluís Cànovas Martí, «Cambio de siglo, cambio de sentido»Sis fragments de la Introducció a Tránsito de siglo (La globalización neoliberal 1990-2011), treball en curs