Lluís Cànovas Martí / 2.3.2003
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A diferencia de las anteriores crisis económicas de la humanidad, que fueron de carestía, la de 1929 se caracterizó por ser una crisis de sobreproducción. Tuvo que ver con el empuje que, con la Primera Guerra Mundial, recibió el proceso industrializador y se fraguó en un doble frente: el de los países industrializados que, como Estados Unidos y Japón, multiplicaron su producción para satisfacer las necesidades de los países beligerantes, y el de países de industria incipiente o nula que, como los coloniales, durante la contienda dejaron de importar productos manufacturados de las metrópolis y se vieron incentivados para crear sus propias industrias de abastecimiento (así, por ejemplo, nacieron florecientes fábricas de algodón y metalúrgicas en América Latina, India y en algunos puntos de África y Oriente Próximo). El impulso industrializador de ambos grupos de países prosiguió en la postguerra debido a que se mantuvo la inactividad forzosa de las fábricas europeas a lo largo de un penoso y arduo período de reconstrucción. El problema de la sobreproducción estalló a mediados de los años veinte, cuando, tras entrar de nuevo en servicio, la producción fabril europea recuperó (e incluso superó) los niveles de 1914. Pero el conjunto de la producción ofertada no encontró entonces en el mercado la correspondiente contrapartida de la demanda, que, en vez de verse favorecida por la guerra, se había contraído en medio de la precariedad general.
La crisis de 1929 fue, al mismo tiempo, una crisis bursátil. Se debió al sistema crediticio mediante el cual la banca inyectó los capitales requeridos por la iniciativa empresarial, previamente dilapidados por el esfuerzo bélico y las destrucciones que la guerra trajo consigo. Las garantías crediticias exigidas para la concesión de préstamos seguían siendo tan poco rigurosas como las del siglo XIX, sólo que habían cambiado las condiciones de estabilidad monetaria y, además, se saltaban las pautas prudenciales que antaño siempre mantuvieron la proporción entre el crecimiento de la actividad económica y el de la masa monetaria puesta en circulación. Buena parte de la reconstrucción europea se realizó con cargo a los créditos de la banca estadounidense (8.500 millones de dólares entre 1921 y 1929), y los deudores seguían aprovechando las líneas de crédito conseguidas para devengar los intereses de sus anteriores préstamos. La pelota crediticia se convirtió asimismo en una práctica común de la sociedad americana, que especulaba con valores bursátiles comprados a crédito y disparados al alza en una carrera que parecía no tener techo: el montante de la deuda privada estadounidense equivalía al 184 % de la renta nacional.
Dislates de gestión financiera de semejante envergadura pondrían de relieve en los años siguientes, al sobrevenir el desastre, la incapacidad analítica de una ciencia económica aún embrionaria que, salvo en la Rusia soviética del primer plan quinquenal (1928-1932), se dejaba arrastrar por los lugares comunes de la doctrina liberal. Ésta había sido acuñada en pleno comienzo de la revolución industrial, en condiciones bien distintas de las del siglo XX, y pronto cedió el paso en todas partes a políticas estatales más o menos intervencionistas cuando, a partir del 29 de octubre de 1929 (fecha del crack de la Bolsa de Nueva York), los valores bursátiles de Wall Street sufrieron una caída que iba a prolongarse de modo ininterrumpido hasta 1932 y que redujo las cotizaciones hasta un 90 %, con la consiguiente desesperación de quienes se habían empeñado en la compra y ahora se encontraban en la miseria. Se colapsó la demanda de bienes de consumo, se acumularon stocks, cerraron empresas y, en pocos meses, fueron arrojados al paro doce millones de trabajadores, mientras los salarios de quienes conservaban sus empleos eran presionados a la baja: fue lo que se conoce como Gran Depresión de los años treinta.
En Estados Unidos la crisis llevó a la presidencia a Roosevelt (1933-1945) y fue superada mediante su política de New Deal. En Europa, los efectos de la crisis agravaron el clima de confrontación social que alentaban el triunfo de los bolcheviques en Rusia y el ascenso de los fascismos en Alemania y el sur del continente: el naufragio de la república de Weimar y la subida de Hitler (1933); el expansionismo de la Italia mussoliniana en Etiopía (1935); la formación del Frente Popular en Francia (1936) y la rebelión militar contra la república española (1936) fueron algunas de sus consecuencias inmediatas. Un rasgo común, el rechazo del capitalismo liberal, se encontraba en todas esas experiencias.
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Lluís Cànovas Martí, «El crack de 1929 y la Gran Depresión» Prefaci al volum 29 de la Historia Universal Larousse, RBA Editores/Spes Editorial, Barcelona, 2002-2003