Lluís Cànovas Martí / 2009-2012
Desde que, en los años treinta, la administración demócrata del presidente Franklin D. Roosevelt optó por el New Deal para superar la Gran Depresión, las políticas del estado norteamericano estuvieron inspiradas, en alguna medida, en las teorías desarrollistas del economista británico John Maynard Keynes. Se basaban estas en políticas estatales más o menos intervencionistas, que en lo inmediato se prestigiaron sobre todo por los efectos balsámicos que tuvieron en la sociedad estadounidense —traumatizada desde 1929 por los efectos del crash bursátil neoyorquino— y a medio plazo desempeñaron un indiscutible papel en la superación de la crisis. Pero en Estados Unidos no dejaron de ganar a una legión de detractores que objetaban sus éxitos en el largo plazo y veían en el papel económico asignado al estado una amenaza para las libertades individuales consagradas en los principios constitucionales. Sobre todo cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, la amenaza del comunismo se situó en el frente ideológico-político de la guerra fría y las grandes corporaciones vislumbraron la oportunidad de negocios multimillonarios que —como acababa de suceder con los presupuestos de Defensa en el recién cerrado período bélico— iban a pasar inevitablemente por las manos del estado en los tiempos de tensa paz que se avecinaban.
La propensión a considerar las ventajas de la guerra dibujaba así en Estados Unidos una tendencia intervencionista del estado —a menudo señalada, con cierta retranca cínica, como la versión norteamericana del socialismo— que se manejaba en la ambigüedad y aparentemente se dirimía a dos bandas: en lo político, entre los dos grandes partidos con representación parlamentaria, Demócrata y Republicano; en lo económico, con doctrinas económicas —favorables o adversas al intervencionismo estatal— opuestas en sus concepciones sobre la libertad individual y el bienestar social. Además, recogiendo el espíritu de la tradición liberal anglosajona, la democracia estadounidense consolidó a lo largo del siglo otros dos cauces participativos de menor visibilidad —sobre todo fuera de su ámbito nacional—, pero tanto o más determinantes en la toma de las grandes y las pequeñas decisiones de la vida pública: los think tanks [Véase el capítulo 4, «La construcción del relato globalizador »] y los lobbies. Aquéllos al servicio del debate de las ideas, con las que tratan de influir al conjunto de la sociedad; éstos para representar los legítimos intereses de las corporaciones empresariales ante los poderes públicos. Más allá de cualquier razón científica, neoliberales y neoconservadores —en sus versiones mayoritariamente republicanas— y keynesianos o neokeynesianos —en sus versiones demócratas— podían discrepar en sus prescripciones. Pero al final se imponía el realismo político, conforme al cual el grado de intervención del estado se definía presupuestariamente según la correlación de fuerzas de los lobbies a los que unos y otros —y en no pocas ocasiones ambos a la vez— representaban: las más de las veces con las ventajas de la guerra como telón de fondo. [...]
[...] Sin embargo, hasta la llegada de los años setenta, en Estados Unidos las riendas del estado permanecieron en lo esencial en manos «keynesianas», dirigidas a amortiguar el impacto de los ciclos económicos y a procurar un pleno empleo que asegurara la paz social necesaria a la buena marcha de los negocios. A su vez, esa paz implicaba un «compromiso de clase» entre capital y trabajo que se tradujo en fórmulas varias de salarios-base y sistemas de protección social, en Europa facilitadas por programas políticos de naturaleza socialdemócrata que fundamentaron el estado del bienestar. Una realidad que durante la década de los años sesenta fue el espejismo episódico de lo que se dio en llamar «neocapitalismo» y que, con la generación del sesentayocho como protagonista, viviría la que ha sido considerada la última revuelta de signo propiamente libertario del siglo. Véanse Lluís Cànovas Martí, «Apocalípticos del bienestar: los contestatarios de los años sesenta», en Miquel Izard (ed.), Marginados, fronterizos, rebeldes y oprimidos, Serbal, Barcelona, 1987, y Lluís Cànovas Martí, «Mayo de 1968 y los movimientos contestatarios», en Historia Universal Larousse, Prefacio del vol. 33, RBA/Spes, Barcelona, 2002-2003.
En ese contexto adverso para sus ideas se veían obligados a cargar sus armas los neoliberales a la espera de mejor oportunidad. En Estados Unidos lo hicieron bajo las alas de los «halcones» de la guerra, entre los sectores más conservadores del Partido Republicano, aunque el núcleo inicial arrancara para la historia con una plácida reunión a orillas del lago suizo Leman, en el Hotel du Parc de Mont-Pèlerin, donde en 1947, respondiendo a una iniciativa del austríaco Friedrich von Hayek, una treintena de profesores universitarios, mayoritariamente de la disciplina económica, constituyeron la Mont Pelerin Society. En la nómina de aquella reunión se cuentan Milton Friedman, Frank H. Knight, Ludwig von Mises, Karl Popper y George Stigler, junto a futuras celebridades como Maurice Allais, autor de una teoría del riesgo, sobre la toma de decisiones en situaciones de incertidumbre económica, que le valió el premio Nobel de Economía 1988; James M. Buchanan, premio Nobel de Economía 1986, cuya teoría de la elección pública vincula la economía a la política del estado; Walter Eucken, ya en ese momento consagrado padre del ordoliberalismo, la propuesta neoliberal alemana de su tiempo; Bertrand de Jouvenel, futuro miembro del Club de Roma e impulsor de la economía ecológica; Fritz Machlup, cuyos estudios sobre el valor económico del conocimiento popularizarían en los años sesenta el concepto de «sociedad de la información»; Jacques Rueff, abanderado del retorno al patrón oro, el modelo de referencia del sistema cambiario neoliberal; Vernon L. Smith, padre de la economía experimental, que con el psicólogo Daniel Kahneman obtuvo el Nobel de Economía en 2002... Algunos de ellos se distanciarían después de las premisas conservadoras de la asociación a la que habían contribuido a dar vida, y que en su declaración fundacional comenzaba con una inequívoca advertencia: «Los valores centrales de la civilización están en peligro», un sonsonete apocalíptico que se repetirá en todos los manifiestos posteriores del neoliberalismo.
Hayek, discípulo de Von Mises, y como él miembro de la escuela austríaca que fundaron Carl Menge y Eugen von Böhm-Bawerk, había perdido en los años precedentes su batalla teórica contra Keynes en el debate que siguió a la publicación de una de sus obras fundamentales, Camino de servidumbre (1944). La reproducción de varios de los pasajes de ese libro en Reader's Digest había deparado a Hayek una popularidad que en los primeros años de la Mont Pelerin lo enzarzó con éxito en el periodismo político. Susan George, El pensamiento secuestrado. Cómo la derecha laica y la religiosa se han apoderado de Estados Unidos, Diario Público, Madrid, 2009, p. 35. [...]
[...] La doctrina neoliberal se fundamentaba en las enseñanzas impartidas desde los años cincuenta por la llamada «Escuela de Economía de Chicago»: había surgido en el Departamento de Economía de esa Universidad, en la que Hayek impartió clases durante toda la década y pudo contribuir al debate de ideas que en ese tiempo allí se gestaba, aunque no tuvo el suficiente entendimiento con sus colegas como para prolongar su experiencia americana y acabó regresando a Europa en 1962, donde ejercería la docencia en la Universidad de Friburgo hasta alcanzar la edad de jubilación. Los postulados de la Escuela de Chicago habían sido expuestos a modo de manifiesto por otro de los fundadores de la Mont Pelerin, Milton Friedman, en el libro que iba a convertirse en el manual de cabecera del neoliberalismo, Capitalismo y libertad, Milton Friedman, Capitalism and Freedom, University of Chicago, Chicago, 1962. [Trad. esp.: Capitalismo y libertad, Rialp, Madrid, 1966.] elaborado a partir de una serie de conferencias que el autor había impartido en 1956, durante un congreso celebrado en el Wabash College bajo el patrocinio de la Fundación William Volker, desaparecida en los años setenta.
La Escuela de Chicago tenía en el Departamento de Economía de la universidad su principal núcleo teórico, y en dos de sus centros afines, la Escuela de Negocios y la Escuela de Leyes del mismo campus, la posibilidad de contrastar los estudios teóricos con los resultados obtenidos de aplicar la teoría a la realidad. El cotejo de la teoría con los resultados de esa práctica era un rasgo operativo consustancial a la metodología de análisis que la Escuela de Chicago preconizaba.
En una de sus proyecciones de campo, ese modus operandi conseguiría con el tiempo una inesperada aplicación política en Chile. El pensamiento de matriz keynesiana había ganado a gran parte de las élites del tercer mundo, partidarias desde los años cincuenta de adoptar un modelo desarrollista de sustitución de importaciones que se proponía diversificar los sistemas de monocultivo de la producción agrícola y extractiva heredados del colonialismo y desarrollar al mismo tiempo una industria propia capaz de abastecer la demanda básica de su mercado nacional. Era el modelo que acabaron adoptando Argentina y Chile, y el que preconizaron la mayoría de los gobiernos populistas implantados por el vendaval del golpismo militar, mientras permanecían en el poder. Desde luego, la sustitución de importaciones favorecía a las oligarquías nacionales, pero entraba en contradicción con los intereses inmediatos de Estados Unidos, que consideraban el subcontinente americano, desde México al Cono Sur, como parte de su «patio trasero» (back yard) a todos los efectos. La extensión progresiva de la política económica de sustitución de importaciones obligaba a redefinir los objetivos estratégicos de la política estadounidense en América Latina en función de aquellos intereses neocoloniales amenazados, y en ese sentido se incrementaron los presupuestos dedicados a la ayuda militar de los distintos gobiernos e implementaron programas civiles de ayuda orientados a aumentar la influencia y el control sobre el conjunto de la población, sometida, según la percepción de Washington, a la amenazante eclosión de los movimientos de signo antiimperialista —un fenómeno registrado mucho antes de que, bajo la influencia de la revolución cubana, tomaran estos un sesgo insurreccional basado en la guerra de guerrillas—. Al efecto, uno de los programas que se pusieron en marcha, el Proyecto Chile del Departamento de Estado, financiado por la Fundación Ford, comportaba la cooperación de la Universidad de Chicago con la Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile y había de dar unos resultados sorprendentes dos décadas después, cuando los halcones del Pentágono, con Richard Nixon en la presidencia y Henry Kissinger como secretario de Estado, recuperaron en 1969 la iniciativa del poder. [...]
[...] En el Chile de aquel momento, la iniciativa reformista que desde 1970 trataba de llevar adelante, entre grandes dificultades, el gobierno de Unidad Popular del recién elegido presidente Salvador Allende, tropezaba frontalmente con la estrategia de contención del comunismo que, siguiendo las directrices de la guerra fría establecidas, patrocinaba el Departamento de Estado norteamericano para mantener la estabilidad del Cono Sur. [...]
[...] De vuelta a su país, ocho de aquellos veinticinco alumnos de la Universidad Católica de Santiago que en los años precedentes habían seguido cursos de posgrado en Chicago elaboraron un programa de política económica como alternativa a las reformas socialistas en marcha. Ese programa no era en absoluto un ejercicio académico, sino que formaba parte de la trama civil prevista en los planes golpistas de la CIA para Chile. Llevaba por título Programa de desarrollo económico, aunque sería conocido como «El ladrillo» por su abstruso contenido y por sus más de 500 folios de extensión. Los posgraduados de Chicago participantes en la conspiración lo elaboraron a toda prisa en los meses anteriores al golpe militar bajo la coordinación de dos de ellos, Sergio de Castro Skípula y Sergio Undurraga. Según el informe del comité del Senado estadounidense que años más tarde, en 1975, investigó las implicaciones de su país en el golpe militar chileno, el proceso de elaboración de «El ladrillo» había recibido el visto bueno de los militares participantes en la conspiración y fue financiado por la CIA. Véase Covert Action in Chile 1963-1973, Washington, U.S. Government Printing Office, 1975. El documento, con un prólogo del propio Sergio de Castro, fue reeditado posteriormente: El Ladrillo: bases de la política económica del gobierno militar chileno, Centro de Estudios Públicos, Santiago, 1992. Actuaba como enlace del grupo con los militares golpistas el excapitán de navío Roberto Kelly, vinculado al diario El Mercurio, quien entregó al almirante José Toribio Merino, comandante en jefe de la Armada, un resumen sucinto de cinco folios con las medidas básicas del programa económico que estaban elaborando. Tras recibir el visto bueno del militar, los economistas complotados se comprometieron a tener listo el documento para el día del golpe. Cuando el 11 de septiembre de 1973 los militares derrocaron el gobierno del presidente Allende, fue el propio almirante Merino quien hizo pública la proclama con las razones de los golpistas, y como encargado del comité económico de la Junta Nacional golpista, [...]
[...] el programa fue asumido por la dictadura del general Augusto Pinochet, que llegó a incorporar a diez de aquellos alumnos (en lo sucesivo, para el mundo, los «Chicago boys») como ministros en las carteras económicas de sus gobiernos, [...]
[...] La implicación de la Escuela de Chicago con el régimen golpista no se limitaba sin embargo al hecho de que sus peones chilenos hubieran participado en la conspiración y formaran parte de los gobiernos de la dictadura militar, sino que también su máxima figura de referencia, Milton Friedman, se prestó al papel de mentor de Pinochet cuando el 21 de marzo de 1975, en el curso de una visita de seis días a Santiago, trató de convencer al dictador de la necesidad de aplicar el «plan de shock» que la escuela consideraba imprescindible para la consecución de unos resultados óptimos. Justo al mes de esa reunión, Friedman insistiría en una carta a Pinochet sobre el programa detallado del plan de shock a implementar para reducir la inflación y liberalizar la economía chilena. Con el tiempo, cuando el final de la guerra fría impuso el discurso institucional de lo políticamente correcto y de defensa de los valores democráticos, algunos apologetas del neoliberalismo se vieron forzados a lavar la imagen de su principal teórico y negaron que Friedman hubiera asumido el tutelaje personal del dictador en las circunstancias criminales del golpe chileno. Ilustrativo del revisionismo histórico en que se involucraron algunos de sus seguidores, una personalidad del mundo académico español, Manuel Jesús González, catedrático de Historia Económica de la Universidad Complutense y miembro de la Real Academia de Historia, aseguraba: «No viajó [Friedman] a Chile para suministrar consejo ni apoyo a la dictadura chilena. Fue a impartir unas conferencias invitado por una institución privada», Manuel Jesús González, «Milton Friedman, un eficaz defensor de la libertad», Papeles FAES, núm. 36 (15-12-2006). una afirmación que contradice el contenido de la carta a Pinochet que Friedman había hecho pública ocho años antes al incluirla en sus memorias, y que sin duda González, en atención a sus títulos académicos y sus filias políticas, no podía haber ignorado: «Estimado señor Presidente, durante la visita que hicimos el viernes 21 de marzo, realizada con el objeto de discutir la situación económica de Chile, usted me pidió que le transmitiera mi opinión acerca de la situación y políticas económicas chilenas luego de completar mi estancia en su país. Esta carta responde a ese requerimiento. Permítame en primer lugar decirle cuán agradecidos estamos mi esposa y yo de la cálida hospitalidad que nos brindaron [...]» La carta, fechada el 21 de abril de 1975, se reproduce en el libro de Milton y Rose D. Friedman, Two Lucky People. Memoirs, The University Chicago Press, Chicago/Londres, 1998. Otros de sus colegas del mundo académico optaron por estrategias más sibilinas y se limitaron a pasar por alto ese pasaje, para mostrar directamente su «sorpresa» ante el hecho de que Friedman «concitara durante toda su vida la hostilidad de quienes se arrogan indebidamente el título de amigos de la Humanidad», como arguía el catedrático de Historia de Economía de la Universidad CEU San Pablo de Madrid y miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, Pedro Schwartz, en la necrología hagiográfica que le dedicó. Pedro Schwartz Girón, «Milton Friedman, gigante del siglo XX», Papeles “Lucas Beltrán” de Pensamiento Económico (núm. 2, julio 2007).
Rivalizaba Friedman con las visitas menos publicitadas al dictador chileno de su ex colega Hayek, quien en 1981 asistió en Viña del Mar a un congreso regional de la Mont Pelerin y declaró en una entrevista: «Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente». Entrevista publicada en El Mercurio (12-4-1981). Citado por Ignacio Ramonet, La catástrofe perfecta. Crisis del siglo y refundación del porvenir, Sol 90, Madrid, p. 37. Los adalides del pensamiento económico neoliberal, como sus hagiógrafos, no sintieron nunca el más mínimo rubor al exponer su naturaleza política profundamente reaccionaria. [...]
[...] El mismo año del golpe militar argentino, las doctrinas neoliberales de la Escuela de Chicago recibieron un reconocimiento académico, hasta el momento desconocido, cuando Milton Friedman fue distinguido con el premio Nobel de Economía: el terreno para ese reconocimiento lo había desbrozado en 1974 la concesión del Nobel a Friedrich Hayek (quien no figuraba ya en la nómina de Chicago), pero la distinción a Friedman significaba un espaldarazo doctrinal a su institución docente, que poco después, en 1979, iba a ser ratificado con la concesión del premio a uno de sus directores, Theodore Schultz. Con semejante reválida internacional, en los años siguientes las prescripciones de la escuela neoliberal iban a convertirse en la receta que las máximas instituciones reguladoras del sistema financiero mundial Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial y Banco de Pagos Internacionales, fundados en 1944 por acuerdo de la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas en Bretton Woods, y en cuanto tales garantes del nuevo consenso establecido en el orden de la segunda posguerra mundial. impusieron sistemáticamente en los convenios suscritos con un centenar y medio de países acuciados por la insolvencia derivada de su deuda externa. En cuanto acreedoras, estas instituciones pasaron a arbitrar las políticas fiscales y monetarias de todos ellos, a imponerles la reorganización y gestión de sus bancos centrales y ministerios económicos y a forzar el desmantelamiento de cuantas instituciones estatales no se plegaban a sus requerimientos. A través de esa práctica, en los años ochenta el FMI se posicionó en condiciones inmejorables para asumir el tutelaje de la etapa de crecimiento económico mundial que seguiría a la caída del bloque socialista. Paralelamente, la Escuela de Chicago sumaba a sus reconocimientos la concesión del premio Nobel a otros de sus miembros: George Stigler (1982), Ronald Coase (1991), Gary Becker (1992), Robert Fogel (1993), Robert Lucas (1995), James Heckman (2000)... Una evidencia de que el discurso neoliberal era mundialmente aceptado y, como ponían de relieve los ejemplos españoles expuestos, estaba siendo asimilado en todas las instancias de esa nueva «globalidad». [...]
Lluís Cànovas Martí, «El neoliberalismo de los vencedores»Vuit fragments del capítol 3 de Tránsito de siglo (La globalización neoliberal 1990-2011), treball en curs