Lluís Cànovas Martí / 29.12.1989
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Se aseguró que los medios de comunicación occidentales nunca se quisieron enterar de la realidad represiva del régimen de Nicolae Ceaucescu; que se prefería ensalzar los méritos deportivos de Rumanía en el terreno de la gimnasia femenina, y que, si acaso, sólo merecieron críticas sus faraónicos y descabellados proyectos de reasentamiento rural, que se proponían arrasar el pasado del campesinado magiar, para mejor desarraigarlo de sus tradiciones y someterlo en cuanto minoría étnica.
En realidad, Ceaucescu dedicó siempre atención preferente a su política de relaciones exteriores, que le llevó a jugar un papel destacado en el liderazgo del movimiento de países no alineados y a condenar en 1968 la invasión soviética de Checoslovaquia. La situación internacional de virtual guerra fría entre los bloques, que lo hacía aparecer ante occidente como potencial aliado frente a la Unión Soviética, y un eficaz aprovechamiento de tal circunstancia para ejercer una labor de desinformación sistemática de la realidad rumana desde un departamento especializado de la Securitate del Estado, hicieron el resto.
La Securitate, cuerpo policial integrado por doscientos mil hombres que constituían la guardia pretoriana de Ceaucescu, fue, con mucho, el puntal de su sistema político: aunque mediatizado por el Partido Comunista, al cabo, en diciembre de 1989, se iba a demostrar un régimen de dictadura personal, tiránico y nepótico, del que apenas se beneficiaban unos cuantos millares de burócratas y esbirros torturadores, más allá de la sesentena de miembros del clan familiar Ceaucescu, que, a la manera de los tiranos-petimetres de las repúblicas bananeras latinoamericanas, pudieron amasar inmensas fortunas en el extranjero (según algunas versiones, mil millones de dólares en Suiza, en el caso de Nicolae Ceaucescu) durante un cuarto de siglo de ejercicio del poder.
Las circunstancias políticas internacionales que en el pasado propiciaron dicho régimen habían desaparecido, empero, en la coyuntura de 1989. A lo largo del año tocaron a su fin las burocracias comunistas de Polonia, Hungría, República Democrática de Alemania... A comienzos de diciembre, la situación en Checoslovaquia determinaba la caída del régimen de Gustav Husak y la apertura de negociaciones con la oposición democrática encabezada por Vaclav Havel, y en Bulgaria, el día 10, el relevo de Todor Yivkov por Petar Mladenov, quien anunciaba la convocatoria de elecciones libres para el mes de marzo de 1990. Los ecos del proceso democratizador desatado en las que, paradójicamente, se autodefinieron como «democracias populares», actuaron en el caso rumano como detonante de una explosión de ira popular que iba a resultar imparable.
La chispa se produjo en la localidad transilvana de Timisoara en la noche del 15 al 16 de diciembre, a raíz del intento de deportación del pastor protestante Laszlo Tökes, líder de la minoría húngara transilvana: cuando la Securitate intentó llevárselo de su parroquia se encontró con una cadena humana de varios centenares de seguidores del clérigo que se lo impedía. La situación se prolongó a lo largo del día siguiente cuando una manifestación integrada por unas cinco mil personas fue empujada por los carros de combate hasta una calle cortada por el ejército. Allí los manifestantes fueron sometidos a un fuego cruzado de ametralladoras en el que participaron una unidad de helicópteros y los carros de combate, que aplastaban, en su avance, cadáveres y heridos. Se aseguró que la tropa había sido emborrachada a primera hora con tuica, el aguardiente típico rumano, y se produjeron las primeras ejecuciones sumarias de aquellos soldados que se negaron a disparar contra la gente. La población levantó barricadas con tranvías y trolebuses. Cinco carros de combate fueron quemados y comenzó el saqueo de centros oficiales. Por la noche, treinta y seis jóvenes encartelados ante la catedral con el lema «Pan y paz» morían víctimas de una descarga de fusilería y sus cadáveres eran trasladados en camiones de basura; cuando al día siguiente sus familiares fueron a reclamar los cuerpos, recibieron idéntico trato. El día 18 la huelga era general en toda Timisoara, mientras la protesta se extendía a las ciudades transilvanas de Arad, Oradea y Cluj, capital de la región, y las autoridades implantaban el estado de sitio. Mientras tanto, Ceaucescu dejaba el control del país a su esposa Elena y emprendía una visita oficial a Irán. El día 19 Bucarest apareció patrullada por tropas del ejército y se propagaron por todo el país las noticias de Timisoara. Algunos testimonios cuentan cómo algunos heridos hospitalizados fueron rematados en la misma cama y de casos en que les fue cortado el tubo de la respiración asistida; también del asesinato de mujeres embarazadas. El día 20 se generalizaba el levantamiento contra el régimen -que afectaba ya a las principales diez ciudades del país, incluida la capital del estado- y se producían fusilamientos públicos de soldados acusados de negarse a disparar contra la población. El ministro de Defensa, general Vasile Milea, era asesinado también tras negarse a proseguir la masacre; el hermano del dictador, Ilie Ceaucescu, le reemplazaba en el mando. El día 21, se organizó una magna concentración de apoyo al jefe del estado, que acababa de regresar de Irán. Cien mil personas concentradas ante su palacio interrumpieron su discurso gritándole: «¡Asesino!», «¡Timisoara!» y «¡Abajo Ceaucescu!». Éste interrumpió el discurso estupefacto y la multitud bloqueó el centro de la capital, mientras las fuerzas del orden disparaban a mansalva. La situación era ya de virtual guerra civil. En Timisoara un Comité para la Democracia Socialista se hacía con el poder, en medio de una manifestación de 150.000 personas, la mitad del censo local; el viceprimer ministro, Constantin Dascalescu, se desplazó para negociar con los insurgentes. El día 22 el ejército fraternizaba con el pueblo y giraba sus armas contra la Securitate del régimen. El matrimonio Ceaucescu intentó la fuga en helicóptero, pero fue detenido a cuarenta kilómetros de la capital. Un Comité de Salvación Nacional integrado por 36 conocidos disidentes, entre ellos el ex ministro de Asuntos Exteriores Ion Iliescu y el propio pastor Tökes, anunciaba el derrocamiento del dictador, mientras en numerosos puntos del país se libraba una sangrienta batalla contra las tropas de la Securitate y contra sus francotiradores. El día 23 proseguía la batalla contra los reductos policiales y se procedía a exhumar los cadáveres de los desaparecidos en la represión de los días anteriores: en una fosa común de Timisoara se contabilizaban 4.630 de ellos.
El día 24 el Comité de Salvación Nacional proclamaba la victoria y el alto al fuego. Comenzaron las rendiciones entre la Securitate. El número total de víctimas se cifró oficialmente en torno a las sesenta mil personas. El día de Navidad, el matrimonio Ceaucescu era juzgado en consejo de guerra y condenado a muerte. El proceso, de carácter sumarísimo, fue seguido por numerosos soldados que, a su término, se disputaron el honor de ejecutar la sentencia. Un pelotón de tres hombres escogido por sorteo entre los voluntarios procedió acto seguido a fusilarlos.
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Lluís Cànovas Martí, «Crónica de la caída de Ceaucescu»Escrit per a Luz verde (Anuario 1989), Difusora Internacional, Barcelona, 1989