Lluís Cànovas Martí / 3.7.1996
La Unesco acogió 1996 como «Año Falla». El acontecimiento dio a la celebración del quincuagésimo aniversario de la muerte del compositor español Manuel de Falla la proyección necesaria para rescatar con toda solemnidad, siquiera ocasionalmente, el conjunto de una obra a menudo injustamente reducida en su propio país al andalucismo folclorista (hecho que ejemplifica su archiconocido «Fuego fatuo» del ballet El amor brujo) y, por descontado, caída en el olvido e ignorada en las salas de concierto del resto del mundo (perdida ya en la noche de 1919 la apoteosis del estreno de El sombrero de tres picos en el montaje londinense de Diaghilev y sus Ballets Rusos).
La reparación provisoria de dichas injusticias se producía, sin embargo, una vez más, con la vulneración de las voluntades testamentarias legadas por el artista en 1936, que hacían referencia a «mi firme voluntad de que sean prohibidas las representaciones escénicas de mis obras». Pero el espíritu humilde y escrupuloso que animaba esa determinación era el de un artesano obsesivo, inmerso en un puritanismo acaso «decimonónico» por el trabajo bien hecho, algo que respondía a la personalidad profunda de Falla, a todas luces excesiva para una sociedad decidida a inmolar el talento en el altar del espectáculo y la ética en el de la rentabilidad mercantil.
El interés por rescatar y poner al día los aspectos escénicos de su obra son, por otra parte, comprensibles si se considera que Falla es el compositor más importante dado por España desde que Tomás Luis de Victoria colocó el ámbito de la música a la altura de los merecimientos del Siglo de Oro.
Nació Falla en Cádiz en 1876, pero se convirtió en granadino por propia decisión y fue miembro de la Generación del 27 por afinidad (amigo de Lorca y Alberti, y partícipe en aquel homenaje a Góngora que en 1927 señaló la adscripción generacional de todos ellos). Esta doble circunstancia habla de enraizamiento en la tradición cultural (patente en su profundización de la música renacentista, que lo llevó a componer el Retablo de Maese Pedro, sobre dos capítulos del Quijote, y el Concierto para clave y cinco instrumentos, sus mejores obras) y habla de cosmopolitismo, una inquietud que lo llevó a viajar y a situar su nacionalismo en las coordenadas de las tendencias estéticas del momento (en su caso acordes con el período neoclasicista de Stravinsky) y a estrenar en 1923 su Retablo en un París que era la capital cultural del mundo.
No por casualidad, pues, París abriría el 9 de enero de 1996 el Año Falla con un concierto de la soprano María Bayo y la pianista Alicia de Larrocha. No por casualidad Granada sería en junio el escenario del estreno de los dos grandes acontecimientos del Año Falla: sendas versiones del Retablo y de la cantata Atlántida, la obra póstuma que Falla dejó inacabada y tuvo que completar Ernesto Halffter, enmarcadas ambas en el 45º Festival de Música y Danza de la ciudad. En la primera, el diseñador Javier Mariscal convirtió el Palacio de Carlos V en una escenografía de tebeo que se aseguró no habría molestado a Falla, aunque se habló de «banalización», un concepto incompatible con el carácter del maestro gaditano. En la segunda, el poema de Verdaguer, representado en la plaza de las Pasiegas, contó con la acción teatral de La Fura dels Baus y una escenografía del escultor Jaume Plensa. Ambos montajes viajarían a París, Nueva York, Buenos Aires y Tokio como un preciado testimonio del mejor arte español de todos los tiempos.[L.C.M.]