Lluís Cànovas Martí / 15.12.1999
[ Vegeu també: La caída del bloque soviético y la postguerra fría / Coyuntura internacional de 1996 / Kosovo, la guerra «humanitaria» / La construcción europea en el siglo XXI / América Latina: escepticismo y esperanza / Las guerras del Golfo y la globalización / Cambio de siglo, cambio de sentido ]
Paradigma del debate sobre el actual momento de nuestra civilización: la puja por el poder que libran política y economía. Durante 1999 se hizo efectiva a través de una confrontación que sólo el debate teórico rescató como realidad susceptible de ser analizada.
La política (en especial la de los estados nacionales), convertida en rehén de la economía virtual de las finanzas, seguía tratando de hallar acomodo en el vórtice de los intereses de la globalización y consagraba el centrismo como imperativo de la sociedad postpolítica en la que se veía obligada a medrar. Si los referentes históricos mantenían aún la división nominal entre derecha e izquierda, una y otra abandonaban en el primer mundo sus antiguas doctrinas y programas para disputarse el espacio de centro, convertido en el territorio vacío donde aquéllas se neutralizan para proclamar el fin de las ideologías y el reinado del pensamiento único.
La economía, por su parte (y en especial aquella bajo dominio del capital financiero), impulsada por los prodigiosos avances en las telecomunicaciones y por la revolución cibernética (que, conforme a la ley de Moore, duplica cada 18 meses la capacidad de los ordenadores), propiciaba un sistema de carácter global en el que la división internacional del trabajo aminoraba los costes de mano de obra y moderaba las reivindicaciones laborales: el nuevo capitalismo surgido de la postguerra fría era rebautizado a fines de 1999 con el nombre de «Capital dos» por el influyente comentarista estadounidense Thomas L. Friedman, quien subrayaba así el carácter profundamente transformador del proceso operado desde 1989 a raíz del hundimiento del bloque comunista. La política económica del nuevo sistema se caracterizaría, entre otros rasgos, por la «desocialización» de las inversiones: en el viejo capitalismo, una parte significativa de las plusvalías del trabajo revertían en proyectos económicos que aseguraban la reproducción social, mientras que en el nuevo los vientos de la globalización orientan dichas plusvalías hacia la especulación bursátil. El capital sólo se invierte mayoritariamente en su autorreproducción, señalando el paso desde lo que se ha dado en llamar «parasitismo funcional» del pasado al «parasitismo estructural» de la nueva economía. Ilustran la intensidad del cambio operado: la capitalización de la bolsa neoyorquina de Wall Street, que en 1990 era de 16.000 millones de dólares y en 1999 sobrepasaba ya los 250.000 millones, y en el terreno más aciago de los contrastes el Informe 1999 de desarrollo humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), según el cual, antes de la globalización, el 20 por ciento más afortunado de la población mundial era 30 veces más rico que el 20 por ciento más pobre, mientras que, en este último año, las diferencias entre ambos grupos se han extremado y los más ricos lo son ya 75 veces más que los más pobres. De hecho, según dicho informe, una quinta parte de la humanidad vive en la miseria, con menos de un dólar al día. Tal era el contexto, o al menos ese era el criterio mayoritario entre los estudiosos.
Pero en 1999 se evidenciaron otros problemas. Las reglas de juego de la globalización, por lo que respecta a la política de librecambio necesaria, quedaron definidas en 1994 durante las negociaciones de la Ronda Uruguay llevadas a cabo en el marco de la Organización Mundial de Comercio (OMC), que potenciaron y dieron impulso insospechado a las asociaciones internacionales de comercio existentes (TLC, Mercosur, Comunidad Andina, Caricom, Apef, UE, SADC, CEDEAO, Asean, CEI...), dinamizando los intercambios de bienes y servicios. Sin embargo, éstos seguían en 1999 tropezando con las trabas proteccionistas impuestas por los intereses nacionales. Y ahí el ejemplo clamoroso de la guerra comercial desatada durante el año entre Brasil y Argentina, que difícilmente pudo contener Mercosur. La doctrina liberalizadora preconizada entraba en todas partes en contradicción con la tendencia hacia la concentración de empresas (espectacular durante 1999 en los sectores de las telecomunicaciones y bancario de todas partes), necesaria para mejorar los costes, pero que asimismo implica una amenaza para la transparencia y la competitividad cuando conduce al dominio monopolístico. Para evitarlo, el arma utilizada por los estados fue contener la tendencia en los límites del pliopolio, situación en la que varias grandes empresas se equilibran respecto a sus cuotas de mercado en el disfrute de la parte del león que les corresponde: caso de las actuaciones judiciales de la Administración Clinton respecto a Microsoft, la empresa estrella del mundo. Transgrediendo los principios librecambistas, se multiplicaron también los tics nacionalistas en el control de las grandes concentraciones empresariales: en el sector bancario, oposición portuguesa a la absorción del grupo Champalimaud por el nuevo gigante español, BSCH; en el de las telecomunicaciones, oposición alemana a la compra del grupo Mannesmann por su competidora la británica Vodafone Air Touch.
El 30 de noviembre, la OMC abrió en Seattle una nueva fase negociadora, calificada como Ronda del Milenio, en el proceso para poner al día los enfrentados intereses nacionales y de la globalización, en cuanto a reducciones aduaneras se refiere. La reunión estuvo precedida por los buenos augurios de la entrada de China (con un mercado de 1.200 millones de potenciales consumidores) en la organización, pero no se ocultaban las dificultades: EEUU, circunspecta ante los últimos coletazos de la crisis asiática y la perspectiva inminente de unas elecciones presidenciales que se anunciaban como retorno republicano; la UE, ante el reto de flexibilizar su sobreprotegida política agraria común (PAC), que implica el 50 por ciento del presupuesto comunitario; los países pobres, mayoritarios en la OMC y, en cuanto eslabón débil del sistema, presionados para que abandonen, en aras de la sostenibilidad general, el dúmping social y medioambiental con el que tratan de paliar en la concurrencia de los mercados internacionales su desventajosa productividad y contaminante tecnología.
Protagonista destacada en el proceso de globalización, la socialdemocracia se multiplicó a lo largo del año en un debate por conciliar los nuevos principios liberales con el estado del bienestar del que siempre había aparecido como garante: en Gran Bretaña, donde Toni Blair seguía aplicando su Tercera Vía, y también en Alemania, donde el canciller Gerhard Schröder proponía el Nuevo Centro, mientras el francés Lionel Jospin, opuesto explícitamente a los fuegos de artificio de sus correligionarios, no renunciaba a una vía propia basada en un cierto control de la economía que, sin renunciar a la globalización, creara «un sistema de regulación de la economía capitalista mundial» capaz de «reglamentar algunas áreas clave, como las finanzas, el comercio o la informática». El líder socialista francés consideraba que los dos primeros se habían lanzado impúdicamente en brazos del enemigo y trataba de salvar, en pleno naufragio de la política, lo esencial de las conquistas sociales de la vieja Europa. No en balde en los últimos tres años el estado del bienestar era puesto en entredicho sistemáticamente por las cuentas de los grandes poderes fácticos del mundo de las finanzas (FMI, BM...), que le auguraban la bancarrota..
Las contradicciones parecían estallarle pues a la Internacional Socialista por todas partes cuando en la reunión celebrada en junio en Buenos Aires las delegaciones socialistas latinoamericanas, notablemente más radicalizadas por la hiriente realidad del subcontinente, rechazaron las tesis europeas, que calificaron de social-liberales. Y, desde luego, la sangre no llegó al río: la foto de familia durante el Congreso de noviembre en París juntó a las delegaciones de los 143 partidos asistentes en torno a una declaración que consagraba como opción la supremacía de la política sobre la economía, y cada cual a lo suyo.
Las guerras se encadenaron, un año más, unas tras otras en los informativos: como continuación de la política por otros medios. Y al igual que la política propendía a ese centro impóluto de ideología, también la guerra se planteó aséptica, sin lugar para las ideas o los intereses. Y si en alguna ocasión no era presentada como tal, sólo lo fue como revulsivo público: profilaxis que antecedía al orden pacificador que se acababa imponiendo a los contendientes.
El mantenimiento del orden internacional era en teoría una prerrogativa de Naciones Unidas, pero la intervención militar en defensa del pueblo kosovar lanzada contra Yugoslavia se realizó al margen de esa legalidad consuetudinaria, para evitar el veto de países que, como Rusia, eran aliados de Slobodan Milosevic y, efectivamente, acabaron sobre el papel oponiéndose a la intervención. Las fuerzas occidentales que concertaron ésta a través de la OTAN valoraron el hecho de que la opinión pública fuese esta vez decidida partidaria de achicar los humos al dictador serbio y que, en consecuencia, no hacía falta ningún otro requisito legitimador que el «humanitario», como parecían exigir las imágenes de las primeras matanzas que servían los medios de comunicación. Se contaba, además, con que las energías pacifistas desplegadas ocho años antes contra la guerra de Irak habían encontrado su cauce pragmático a través de las ONG y que, gracias al reparto de papeles asignado en el nuevo orden, éstas colaborarían activamente en las imprescindibles labores de ayuda y reconstrucción posteriores. Dominada por Estados Unidos, y con Gran Bretaña como más destacada valedora, la OTAN se lanzó así a la primera guerra de sus cincuenta años de existencia tras redefinir su doctrina fundacional en el sentido ecuménico de los nuevos tiempos: consagró el principio de injerencia humanitaria al margen de cualquier mandato de la ONU; planteó como objetivos la defensa de la seguridad y los valores democráticos dentro y fuera de sus fronteras, y especificó, al respecto, que ampliaba su ámbito de intervención, constreñido hasta el presente a Europa, a toda la región Euroatlántica. Tras 72 días de bombardeos aéreos que causaron cerca de dos millares de muertos y la destrucción del 60 por ciento de las infraestructuras yugoslavas, la organización atlantista, en plena celebración de su aniversario, pudo colgarse la medalla del triunfo en una causa «justa».
Menos presentables ante la opinión pública, los bombardeos sistemáticos de la aviación estadounidense y británica sobre las llamadas «zonas de exclusión» de Irak ocuparon los siete primeros meses del año y algunos breves despachos de agencia de los que apenas se hizo eco la prensa y, a falta de imágenes, tampoco las cadenas televisivas: a fuerza de reiterada, y ausente de perspectiva alguna que no fuera rubricar el dominio de los vencedores de 1991, careció de cualquier espectacularidad que la hiciera notable. Guerra olvidada pues, al final sumó un goteo de varios centenares de muertes a la agonía de un pueblo sometido al fuego cruzado entre un dictador declarado enemigo público del orbe, Saddam Hussein, y la acción silente de unos salvadores que lo sometieron al pacto de «petróleo por alimentos» con que decían paliar los padecimientos causados.
La siega de tiranos, propiciada por los avances democratizadores de la globalización, había acabado el año anterior en Indonesia con el régimen del general Ahmed Suharto, pero esa caída provocó una ola de tal magnitud que en 1999 no había remansado sus efectos. La transición indonesia, válvula de escape a la grave convulsión social desatada en ese país por la crisis asiática, fue empujada por el FMI y sus exigencias liberalizadoras ante una economía de 600 millones de potenciales consumidores entorpecida por las regulaciones burocráticas y la corrupción de una oligarquía asentada en el poder por más de treinta años. Los intereses que destronaba, y especialmente los de su privilegiado ejército, hallaron en el proceso independentista de Timor Oriental la ocasión para reivindicar durante 1999 su pasado de gloria y la continuación del genocidio ejercido por el antiguo régimen sobre la población de ese territorio de etnia católica y habla lusófana que, como herencia del pasado colonial portugués, lo habitaba. Un operativo de tierra quemada y millares de crueles asesinatos llevado a cabo por grupos paramilitares instruidos por el ejército en los meses previos, arrojó a los timoreses a la condición de refugiados, rememorando la pasada tragedia del África central y dando pie a una intervención de tropas australianas de la ONU que, aunque tardía, quedaría como ejemplo de la firmeza del derecho internacional frente a la barbarie.
Profundizando Rusia en la miseria, el gobierno del presidente Boris Eltsin, controlado por las mafias y desprestigiado en todo el mundo por su régimen de «cleptocracia oligárquica», como lo llamaban ya en Washington, emprendió la clásica huida hacia adelante, tratando de desviar la atención de sus problemas internos: la guerra en Chechenia, que al acabar el año aún coleaba, se proponía reconducir al redil de la Federación Rusa la república caucásica independizada en 1997, tras una cruenta guerra que dejó en ridículo la capacidad de los sucesores del ejército rojo. Se trataba de controlar un nudo de comunicaciones importante para las redes de oleoductos y gasoductos que asegurarían los suministros energéticos del Caspio hacia Occidente, y el subterfugio utilizado para la invasión fue una supuesta campaña dinamitera de la resistencia islámica en Moscú, en realidad obra de los servicios secretos que controlaba el primer ministro Vladimir Putin. Aunque victoriosa en el plano militar, la gran derrotada fue nuevamente Rusia, porque recuperaba las ruinas de Chechenia pero, en el ínterin, se quedaba sin la explotación de aquellos ansiados recursos, que las compañías interesadas, de predominio estadounidense, decidieron finalmente importar por rutas alternativas que priorizaban el paso por Turquía. Y pese al genocidio checheno, no hubo otra intervención exterior que las exhortaciones al cese de la agresión y a la «transparencia», haciendo bueno el aserto de la señalada asepsia en el rumbo guerrero de los nuevos tiempos, porque una vez más en la mano del FMI y sus créditos quedaba en última instancia la reconducción del proceso.
El mundo aparecía sembrado de nuevos caudillos a la espera de su oportunidad. En Venezuela el ex golpista Hugo Chávez, removiendo el orden constitucional por la vía de las urnas, causaba la zozobra entre los bienpensantes que recelaban de su discurso populista. El general Pervez Musharraf suspendió las garantías constitucionales en Pakistán, aupándose en la suerte adversa de la lucha en Cachemira contra India: en este caso el arma atómica como amenaza. Mientras en Europa el proceso de paz salvaba sus últimos escollos en Irlanda, se empantanaba en Euskadi ante la falta de voluntad política, y en Colombia, donde los esfuerzos del presidente Andrés Pastrana tropezaban con la animosidad de la guerrilla y las alas duras del ejército y de su propio partido. Al mismo tiempo que los acuerdos y las rupturas de alto el fuego alternaban en las guerras civiles de Sierra Leona y República Democrática del Congo, donde una pléyade de déspotas se disputaban la supremacía, África vivió dos golpes de estado que aumentaron las listas de nuevos dictadores: Níger y Comoras. Pero ya era reconocido que las ventajas de la globalización no habían llegado aún a este continente y que sólo Sudáfrica y el entorno de países agrupados en la SADC colaboraban con su área de librecambio, siquiera tímidamente, a la riqueza global del planeta. Más significativas, por razones geoestratégicas y de proximidad a Europa: la política del nuevo presidente Mohamed Buteflika, que rebajó la tensión en la guerra civil argelina y logró que el FIS abandonara la lucha armada; el acatamiento a las resoluciones que conminaban al presidente libio, Muammar al-Gadafi, a la entrega de tres de sus agentes procesados por el caso Lockerbie; la apuesta del nuevo monarca marroquí, Mohamed VI, que rompiendo con la política represiva de su padre destituyó al ominoso ministro de Interior, Driss Basri, y, aunque poco convincente respecto a sus intenciones últimas, se declaraba dispuesto a resolver el contencioso del Sáhara Occidental acatando las resoluciones de la ONU. Tres auténticas esperanzas acordes con los avances políticos de la globalización.
La medida de tales avances, que implicaban la aplicación de una política de derechos humanos, la proporcionaba también el ajuste de cuentas con los crímenes contra la humanidad, pendientes de una judicialización que parecía exigir la creación de tribunales con competencias internacionales. El «caso Pinochet» y las solicitudes de extradición en contra del ex dictador chileno formuladas por diversos países sentaron un precedente que pronto se multiplicó en todas partes: los últimos, a finales de año, el procesamiento por el juez español Baltasar Garzón de los militares argentinos alcanzados en su momento por las leyes de «obediencia debida y punto final»; la del exilio cubano de Miami, pidiendo que Fidel Castro fuera procesado si pisaba suelo estadounidense, y el de una demanda de procesamiento para Basri, admitida a trámite por un tribunal belga. Ninguno de los países afectados se mostraba de momento dispuesto a aceptar esa catarsis a la que parecía arrastrar el nuevo orden mundial.
[ Vegeu també: La caída del bloque soviético y la postguerra fría / Coyuntura internacional de 1996 / Kosovo, la guerra «humanitaria» / La construcción europea en el siglo XXI / América Latina: escepticismo y esperanza / Las guerras del Golfo y la globalización / Cambio de siglo, cambio de sentido ]
Lluís Cànovas Martí, «Coordenadas de la globalización en 1999»Escrit per a l'Anuario Océano 1999, Océano Grupo Editorial, Barcelona, 2000