Lluís Cànovas Martí / 18.3.2003, actualitzat 22.4.2003
[ Vegeu també: La guerra en Irak (2002-2004) / Oriente Medio 2001-2006: el fiasco estadounidense ]
En el ocaso de la guerra fría, una serie de monstruos se alimentaron de las zozobras del equilibrio bipolar del mundo. Uno de ellos fue el régimen del partido Baas en Irak: caracterizado por un panarabismo laico de naturaleza socialista, vinculado sobre todo a los partidos homónimos de las vecinas Jordania y Siria, e implantado mediante un golpe militar que en 1968 llevó a Ahmad Hassan al Bakr a la presidencia y a su sobrino Sadam Hussein a ocupar una vicepresidencia con responsabilidades directas sobre el ejército y la seguridad del estado, que Hussein orientó desde el primer momento a la ejecución de la oficialidad del ejército opuesta al baasismo, la exterminación de la oposición kurda en el norte del país (1975-1976) y la persecución de los opositores comunistas a partir de 1976: una estrategia de eliminación de rivales dirigida a la consecución de un poder personal absoluto.
El protagonismo de Irak en el mapa geoestratégico occidental de los años ochenta arrancaba sobre todo de dos acontecimientos imprevistos ocurridos poco antes, en la coyuntura de 1979: por un lado, en Irán, la caída del régimen del sha Mohamed Reza Palevi (principal aliado occidental en la región) había encumbrado la revolución islámica de Ruholla Jomeini en un confuso proceso que cogió por sorpresa a los servicios de inteligencia occidentales y discurrió entre enero y abril; por otro lado, el último día del año, la ocupación militar de Afganistán por el ejército soviético (fundamentada en la demanda de ayuda militar por parte del régimen de Babrak Karmal, que se tambaleaba ante los progresos de la guerrilla islamista) iba a marcar el abandono de la política de distensión de la administración estadounidense, que al socaire de los acontecimientos se encastillaría de nuevo en la vieja política de contención del comunismo. Entre ambos sucesos, la asunción de la jefatura del estado iraquí por Sadam Hussein convertía a éste en candidato excepcional de eventuales alianzas: había llegado al puesto tras la dimisión del presidente (16 de julio) y asegurado su poder con la casi inmediata ejecución (28 del mismo mes) de cuatro centenares de dirigentes del partido que habían apoyado la unión con Siria propiciada por el dimisionario durante el último año de su mandato. Más allá del sanguinario procedimiento empleado contra esa disidencia interna, el inequívoco y rotundo rechazo de Hussein a aquella unión (vista también con recelo por Estados Unidos, que temía las consecuencias que el nacimiento de una gran nación árabe pudiera tener para el casi imposible equilibrio de Oriente Próximo) avalaba el futuro del nuevo líder como una baza a considerar por Occidente frente a las derivas teocráticas del régimen de los ayatolás y frente a la eventualidad de una ulterior fase de expansión territorial soviética en la región. Al respecto, las principales reservas occidentales a su figura procedían de la notable labilidad demostrada por Hussein para sacar provecho de sus relaciones con la Unión Soviética, que se resentían en ese momento por la persecución anticomunista iraquí de los años precedentes.
Tras la subida del Baas al poder, el estado iraquí, con el 11 % de las reservas de petróleo del mundo (que lo convertían en el cuarto productor mundial, con el 5,5 % del crudo extraído, y le proporcionaban el 90 % de sus ingresos), pasó a beneficiarse de la nacionalización de su industria petrolera, la subida de los precios del crudo que siguió a la crisis de 1973 y la utilización del petróleo como arma política en el conflicto árabe-israelí. Vivió así un desarrollo económico sin precedentes que hizo posible la industrialización del país, mejorar el nivel de vida de su población y, también, un rearme que contó a Gran Bretaña, Francia, la Unión Soviética y los Estados Unidos entre la treintena larga de países proveedores e intermediarios. En ese contexto de apertura a los mercados internacionales, el estado iraquí desplegó un colosal esfuerzo para desarrollar tecnología de uso militar: en 1976 suscribió contratos con Francia para la construcción de sendos reactores nucleares (Tamuz I y II) en el complejo atómico de Osirak (destruido por la aviación israelí en 1981, antes de que entrara en servicio); consiguió su primer programa de producción de armas químicas con la ayuda de la estadounidense Pfaulder Corporation de Rochester, y en 1980 adquirió plantas por secciones en Italia y las dos Alemanias, luego ensambladas por los científicos iraquíes; otro contrato con la alemana Thyssen Rheinstahl Technik puso en marcha en 1981 la construcción de una planta para la fabricación de gases tóxicos tabún y sarín; en 1989 le fueron entregadas por Estados Unidos cepas de bacterias y centenares de toneladas de gas sarín... además, numerosos contratos de menor entidad le permitieron adquirir tecnologías de doble aplicación (civil y militar) que apuntaban a la misma finalidad: el rearme.
La chispa del conflicto irano-iraquí saltó en abril de 1980 con la ejecución por Hussein del ayatolá Muhammad Baquer al Sadr: compañero de Jomeini y líder del partido islamista iraquí Al Dawa al Islamiyya, de confesión chiíta, quien había promulgado una fatwa que prohibía a los fieles la afiliación al Baas. En la represión subsiguiente, cientos de militantes de Al Dawa fueron ejecutados y cuarenta mil chiítas de origen iraní, expulsados del país, mientras se multiplicaban los incidentes fronterizos.
De hecho, las rivalidades ancestrales entre uno y otro país hundían sus raíces en las diferencias étnicas que enfrentaban a persas y árabes, y que desde 1979 afloraban por la erupción de un chiísmo iraní que abrazaba la causa del irredentismo islamista y era en todo irreconciliable con el socialismo laicista de sus vecinos. Tales contradicciones tomaron cuerpo a través de la guerra por la concurrencia de los intereses del petróleo y los planes que acariciaba Hussein: la victoria sobre Irán le habría reportado el control del 20 % de la producción mundial de crudo y colocado en condiciones de disputarle a Arabia Saudí el liderazgo de la OPEP. Tras denunciar los acuerdos de Argel que desde 1975 fijaban la soberanía iraní sobre Chat el Arab y las islas del Pérsico (objetos históricos del contencioso territorial entre ambas naciones), en septiembre de 1980 el ejército de Irak cruzó por sorpresa las fronteras de Irán, desencadenando una guerra que en los ocho años siguientes se cobraría varios cientos de miles de muertos.
El curso de esa guerra, al comienzo favorable al país agresor, atravesó diversas fases en que se cambiaban las tornas según la alternancia de los apoyos occidentales a cada una de las partes. Destaca, desde febrero de 1984, el intento de colapsar el tráfico marítimo por el Pérsico, que trató de internacionalizar la guerra mediante el bombardeo de petroleros y condujo al restablecimiento de las relaciones diplomáticas de Irak con Estados Unidos, valedor de Hussein que proporcionaba a su régimen toda la ayuda táctica y armamentista necesaria. Incluyó ésta, desde 1986, el uso de armas químicas contra los iraníes en el frente de Abadán y contra la resistencia kurda en Halabja, donde el 15 de marzo de 1988 murieron gaseadas cinco mil personas. Pero en el contexto de la guerra fría, no cabe ninguna duda de que, hasta 1984, en que se inclinaron claramente por Hussein, los Estados Unidos estuvieron más interesados en conducir las operaciones al callejón sin salida de una guerra de desgaste, sin vencedores ni vencidos, que neutralizara al fin los ímpetus expansionistas de unos y otros. La guerra concluyó el 20 de agosto de 1988, al aplicarse una resolución de Naciones Unidas sobre el alto el fuego aceptada por Irán un mes antes.
El 2 de agosto de 1990 Irak invadió Kuwait. En la década transcurrida desde el comienzo de la anterior contienda habían cambiado muchas cosas: su ejército había multiplicado por cinco los efectivos; del núcleo fundador del Baas apenas quedaba Hussein, que había exterminado a todos sus rivales; el nacionalismo reemplazaba al ideario socialista; el círculo del poder presidencial se blindaba mediante el nepotismo; el país y sus gentes se hundían en la pobreza... Y además la caída del bloque socialista había roto el equilibrio bipolar en que se basaba el anterior orden mundial. Un pésimo cálculo de Hussein sobre las posibilidades de recuperación económica de Irak en el nuevo contexto le llevó a cifrar sus esperanzas en obtener de los países árabes la condonación de la deuda contraída durante la guerra, a lo que se negó Kuwait, y en una política de recuperación del precio del petróleo, asimismo rechazada por Kuwait al mantener sus extracciones petrolíferas (que se situaban por encima del cupo fijado por la OPEP). Tras ese desafío, Irak llevó a cabo la ocupación militar de Kuwait en 24 horas, invocando el hecho de que el territorio kuwaití era parte integrante de la antigua provincia otomana de Basora.
En respuesta, Estados Unidos rompió de inmediato con el régimen de Bagdad y comenzó a desplegar tropas en la región, mientras el Consejo de Seguridad de la ONU decidía el embargo total sobre Irak y la ilegalidad de la anexión. Por primera vez la Unión Soviética, con importantes intereses en la región y el presidente Mijail Gorbachov dirigiendo la transición al capitalismo, cooperó con Estados Unidos en una crisis internacional.
Bajo un mandato de la ONU que autorizaba el uso de la fuerza, los Estados Unidos encabezaron una coalición internacional de 34 países que con 750.000 efectivos (medio millón estadounidenses) inició los bombardeos aéreos el 17 de enero de 1991 y la ofensiva terrestre Tormenta del Desierto el 23 de febrero: el ejército iraquí perdió unos 150.000 hombres (por 235 el bando aliado) y fue derrotado en 72 horas que reafirmaron la supremacía militar de Estados Unidos en el nuevo orden. La decisión de no perseguir al diezmado ejército iraquí en su territorio y derrocar a Hussein obedeció a la determinación tomada por George H. Bush de que Irak pudiera seguir actuando como válvula de seguridad frente a Irán.
Entre las condiciones impuestas por Naciones Unidas a Irak en la inmediata postguerra destaca la ratificación del embargo de 1990, la exigencia de eliminación de las armas de destrucción masiva y de los misiles de largo alcance capaces de hacerlas efectivas (3 de abril de 1991), y el sometimiento a las inspecciones de una comisión (Unscom) especial para el caso. Las sublevaciones de los kurdos en el norte y de los chiíes en el sur concluyeron en auténticos baños de sangre, miles de refugiados y una política de no intervención internacional que contradecía el llamamiento inicial de Bush al levantamiento. Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia convinieron en imponer sendas zonas de exclusión aérea al norte y al sur del país para proteger a las minorías kurda y chií de los bombardeos de la aviación de Bagdad: en los doce años siguientes, las misiones regulares de la aviación anglo-norteamericana sobre dichas zonas, e incluso fuera de ellas, mantendrían una guerra larvada que iba a causar un goteo permanente de muertes y favoreció el desarrollo de una autonomía kurda equivalente a la independencia de facto del Kurdistán iraquí. La precariedad de las condiciones alimentarias y sanitarias de la población (especialmente de la infantil), agravadas por el embargo y por los efectos de la munición aliada con uranio empobrecido (responsable de numerosos casos de cáncer y leucemias causadas por las radiaciones), se paliaría mediante el programa Petróleo por Alimentos, muy criticado por las organizaciones humanitarias, con el que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas establecía los cupos de crudo que el país podía exportar para satisfacer sus necesidades más perentorias. Las obstrucciones iraquíes a la misión inspectora de Naciones Unidas determinaron que en 1998 la Unscom abandonara Irak. En ese momento se consideraba que el país no poseía ya las armas de destrucción masiva proscritas: habrían sido destruidas por la guerra o desmanteladas por los inspectores, y se pensaba que, en el caso de que conservara alguna, no podía hacerla operativa por falta de medios.
Un ambiente de sospechas sobre la limpieza de los comicios que, el 8 de noviembre de 2000, habían dado la victoria a George W. Bush (hijo del vencedor en la guerra de 1991) planearon en su toma de posesión, el 20 de enero de 2001: su triunfo, conseguido por un estrecho margen de varios cientos de papeletas de Florida, clave en segunda instancia del voto de los 25 compromisarios de ese estado, donde su hermano, Jeb Bush, era el gobernador, se produjo en circunstancias extraordinarias que, tras cinco semanas de recuentos, habían exigido la mediación del Tribunal Supremo. La popularidad del nuevo presidente se contaba entre las más bajas de que gozó jamás un residente de la Casa Blanca. El estancamiento económico amenazaba con derivar en recesión si el aumento de precios de los carburantes disparaba la espiral inflacionista. La Unión Europea , que desde 1999 usaba el euro como unidad de cuenta, y a partir de 2002 como moneda de cambio, aparecía como un rival que aspiraba a disputarle la hegemonía económica.
En noviembre de 2000 Irak adoptó el euro como divisa para sus transacciones de petróleo y proporcionó beneficiosos contratos a las empresas petroleras europeas; en 2001 transformó en euros los 10.000 millones inmovilizados en bancos neoyorquinos y todas las reservas monetarias de los bancos iraquíes. Lo que en ese momento era un dudoso negocio a la vista de la evolución del mercado de divisas (el euro cotizaba a 82 centavos de dólar), cambiaría en los meses siguientes (cuando su cotización se colocó por encima de los cien). En 2002, Cuba, Irán y Corea del Norte adoptaron asimismo la divisa europea en sus transacciones internacionales. También la OPEP discutió, a instancias del presidente venezolano Hugo Chávez, la adopción del euro como moneda de referencia. La posibilidad de que los petrodólares fueran sustituidos por petroeuros hizo sonar todas las alarmas en el gobierno estadounidense: en caso de prosperar la iniciativa, los Estados Unidos iban a perder la batuta del sistema monetario.
Una de las primeras medidas de gobierno de Bush fue un ambicioso plan energético que preveía aumentar en el 50 % las importaciones de crudo para «asegurar una oferta continua y económica accesible a los hogares e industrias estadounidenses», en cuyo defecto, advertía, el país se iba a enfrentar a serias amenazas en el orden de la seguridad nacional y del bienestar económico.
Así las cosas, una tragedia nacional que enlazaba con tan agoreras premoniciones se cruzó en el camino: el 11 de septiembre de 2001, pilotos de la organización integrista islámica Al Qaeda secuestraron aviones comerciales y los estrellaron contra las Torres Gemelas del World Trade Center neoyorquino y el Pentágono, planteando de facto sus tesis sobre el «choque de civilizaciones» subyacente. El impacto emocional de los tres millares de víctimas causadas galvanizó el espíritu de una guerra «preventiva» contra el «terrorismo internacional» que relanzó la figura de Bush ante su ciudadanía (y dio a los republicanos un triunfo sin paliativos en las elecciones parciales del 5 de noviembre), proporcionando, por la vía de la épica nacionalista, el contenido ideológico del que carecía su política exterior. La fe musulmana de quienes pasaron a ser los enemigos inmediatos (Afganistán, Irak..., que, junto a Irán y Corea del Norte, en enero de 2002 Bush estigmatizó como «eje del mal») favorecía las propuestas de los politólogos que, tras la guerra fría, creían inevitable la fabricación de un nuevo enemigo y habían optado por el Islam como el mejor candidato. El camino de la guerra quedó abierto y señalaba como primer objetivo Afganistán, donde el gobierno talibán cobijaba a la plana mayor de Al Qaeda y su máximo dirigente, Osama Bin Laden, se paseaba como un ministro plenipotenciario. La guerra contra el régimen de Kabul contó con la aquiescencia de la ONU y el apoyo de la OTAN (que por primera vez invocó la cláusula de su tratado fundacional según la cual «un ataque contra uno de sus miembros... será considerado como un ataque contra todos»), comenzó el 7 de octubre de 2001 y durante los dos meses de operaciones militares que mediaron hasta la caída del último reducto talibán, Kandahar (7 de diciembre), apenas encontró oposición en Occidente. De momento, Irak quedaba a la espera de que el Pentágono preparara el terreno propagandístico y diplomático favorable, mientras las tropas estadounidenses reforzaban su dispositivo logístico en la región, priorizado por razones geoestratégicas mediante el establecimiento de nuevas bases militares en torno a Irak e Irán: Uzbekistán (Karshi-Khanabad), Kirguizistán (Manas), Afganistán (Mazar-i-Sharif, Bagram y Kandahar) y Pakistán (Jacobabad).
Cuando el 20 de marzo de 2003 Estados Unidos desencadenó la III Guerra del Golfo contra Irak, no había, sin embargo, conseguido el amparo de la legalidad internacional que sólo otorga el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Consiguió, en cambio, y ése fue su primer éxito estratégico, abrir una brecha en el seno de una Unión Europea dividida entre partidarios y detractores de la intervención. El carácter unilateral de la guerra, subrayado por la oposición frontal de Alemania y Francia, no pudo ser disimulado por el apoyo activo de los gobiernos de Gran Bretaña y España, en los que el premier Blair y el presidente Aznar asumieron el papel de socios de Bush. Sobre el terreno de operaciones se sumaron apenas sendos contingentes de tropas australianas y polacas. Sobre el papel, los aliados lograron a última hora el apoyo nominal prestado por varias decenas de países que rechazaron cualquier protagonismo y cuyos nombres apenas trascendieron a la opinión pública: salvo en el caso de los países del este europeo, cuyo inminente ingreso en la UE presagiaba un reforzamiento de las posiciones pro estadounidenses en el seno de la futura Europa comunitaria.
La guerra se resolvió en un mes, sin otros contratiempos que la negativa turca a ceder su territorio para la apertura de un frente norte (hecho que retrasó una semana la caída de las ciudades septentrionales) y la pasividad de los chiíes del sur, que, en contra de las previsiones de los estrategas del Pentágono, no se alzaron en armas contra el régimen de Hussein. Tampoco el ejército iraquí utilizó en su defensa contra las tropas ocupantes las armas de destrucción masiva cuya supuesta existencia amenazante había servido de argumento para la invasión del país: el hecho reforzaba la creencia general de que, si aún existían, dichas armas debían de ser inservibles, como ya habían vaticinado los inspectores de la ONU. Las pruebas del supuesto apoyo iraquí al terrorismo internacional, el otro de los grandes argumentos usados para la invasión, se redujeron al gesto simbólico de la detención del radical Abu Abbas, viejo dirigente del Frente de Liberación de Palestina, asilado en Bagdad desde finales de los ochenta y requerido por la justicia internacional como cabecilla del comando que en 1985 asaltó el buque italiano Aquille Lauro. En esas circunstancias, la mayor fuerza de oposición a la guerra procedió de una opinión pública que se sintió engañada y que protagonizó manifestaciones de una masividad sin precedentes. Dichas movilizaciones, coordinadas por las organizaciones pacifistas de todo el mundo, fueron saludadas como las «primeras manifestaciones de la era global». En el contexto de esa protesta, la propaganda belicista se dirigió a subrayar el carácter dictatorial del régimen iraquí (un criterio que, de aplicarse a todas las dictaduras existentes, llevaría a la intervención militar en una sesentena de países) y a las condiciones de democracia que, con la reconstrucción del país, se iban a levantar tras la contienda. Los planes de la administración militar del ex general Jay Garner, impuesta por Estados Unidos el 21 de abril, se enfrentaban de momento al doble desafío de una comunidad kurda cuyas reivindicaciones topan con el veto de Turquía (hasta el comienzo de esta guerra uno de los grandes aliados geoestratégicos de Estados Unidos) y de una comunidad chií que, en una demostración de fuerza, tomaba el control de la ciudad de Kerbala (22 de abril) y exigía la instauración de un gobierno islámico iraquí.
[ Vegeu també: La guerra en Irak (2002-2004) / Oriente Medio 2001-2006: el fiasco estadounidense ]
Lluís Cànovas Martí, «Irak: las guerras del Golfo y la globalización»Escrit per al web Ocenet, Grupo Editorial Océano, Barcelona, 2003