Comuna hippie

La contracultura nord-americana va proporcionar les bases ideològiques del moviment hippie. Les comunes varen ser una de les formes avançades de la nova vida que es preconitzava. Foto d'una comuna rural californiana.

Apocalípticos del bienestar (1): La contracultura contestataria de los años sesenta

Lluís Cànovas Martí  /  1987

[ Vegeu també: Apocalípticos del bienestar (2): La politización contestataria de los años sesenta / D’abord Debord [Ectoplasmes 2] / Després de Marx, Abril [Ectoplasmes 6] / Treball i paradís xippie en les utopies postindustrials (1a part) / Mayo de 1968 y los movimientos contestatarios / Vagues explosives: i contra què i contra qui. ]

Los contestatarios irrumpieron masiva y espectacularmente a finales de los años sesenta. Fue en Francia durante las jornadas de mayo de 1968, pero también, con escasos meses de diferencia, en Alemania, Italia, Gran Bretaña, Estados Unidos... Hasta ese momento, los jóvenes protagonistas de los movimientos de revuelta que habían jalonado el transcurso de la década parecían simplemente asistidos por razones de corte generacional que entroncaban con lo que se había definido como «brecha cultural». Ahora, el fenómeno contestatario se generalizaba y politizaba, apuntando todas las explicaciones dadas a ese hecho —objeto de un debate que aún hoy permanece abierto— hacia el reconocimiento de que, al menos en parte, aquellos movimientos eran debidos a la irrupción de nuevos grupos sociales. El acontecimiento se producía en el seno de sociedades que disfrutaban las ventajas de una fase de crecimiento económico sostenido en virtud de la cual sus ciudadanos, o al menos una mayoría significativa de ellos, alcanzaban niveles de consumo sin precedentes y profesaban una fe ciega en la perspectiva de desarrollo económico que parecía brindárseles, circunstancia que fundamentaba una razonable base de consenso social y la consiguiente estabilidad del sistema, con respecto al cual eran de uso común expresiones como «sociedad de consumo» o «sociedad del bienestar», y el término «neocapitalismo», los cuales parecían abundar en la idea de un capitalismo que había superado sus contradicciones internas.

El fenómeno contestatario, sin embargo, afectó en mayor o menor medida a todas las sociedades de capitalismo avanzado, que inesperadamente asistieron perplejas a sus propios correlatos de revuelta. Sin duda, el elemento más sorprendente del fenómeno era su profunda diferencia respecto a movimientos sociales anteriores: la composición proletaria había cedido el paso al protagonismo de la juventud («no confiéis nunca en los mayores de treinta años», sentenció entre aplausos Jack Weinberg durante un mitin del Free Speech Movement, en Berkeley) y entre sus objetivos prioritarios figuraba no ya la toma del poder, sino la necesidad apremiante de abrir un proceso de liberación individual. En base a dicha constatación, es un hecho comúnmente admitido que el objetivo revolucionario de los contestatarios de esos años no apunta al nivel de las estructuras sociales y políticas, sino que, antes bien, reviste carácter moral y se propone un ser humano libre de los sometimientos psicológicos que le impiden autodeterminar sus auténticos deseos y necesidades.

El underground y la nueva sensibilidad

El carácter libertario del movimiento contestatario es fruto de una nueva sensibilidad cultural y política que aflora tras un largo recorrido marginal y subterráneo conocido como movimiento o cultura underground, según calificación empleada hacia 1963 por los mass media norteamericanos (que querían significar así un mundo que vivía «a escondidas» del mundo de la mayoría) y «subcultura juvenil», «revolución cultural» o «contracultura», según términos posteriores, de mayor aceptación en una Europa continental atenta al seguimiento de sus propios procesos. En el underground se localizan e interrelacionan multitud de influencias, notablemente diferenciadas en Estados Unidos y Europa, aunque en algunos aspectos adopten caminos paraelos o lleguen a confundirse.

En Estados Unidos, estas influencias revisten un significado marcadamente cultural, expresión de una realidad que se ofrece como «última alternativa» a una juventud desilusionada de la política. Entre las más importantes acaso se podrían citar: el espíritu atormentado e inconformista de la generación beat de la posguerra; la violencia suburbial de bandas juveniles como la de los motorizados hell's angels (Ángeles del infierno) de Oakland; la actividad de la vanguardia artística de los años cuarenta y cincuenta —de Allen Ginsberg a Allan Watts, pasando por John Cage y Andy Warhol— , que reformula sus componentes dadaístas y surrealistas, y toma a su vez de la filosofía oriental el rechazo del positivismo y de la lógica racionalista; la diusión de la droga y la experiencia psicodélica, primero como iluminación individual que permite ampliar la experimentación artística, y después como vehículo de sociabilidad y comunicación mística entre las comunidades hippies. Junto a ellas, el papel que en los inicios de la politización del underground desempeñaron la militancia de organizaciones de la nueva izquierda, como el Students for Democratic Society (SDS) y el Free Speech Movement, que movilizaron la universidad y desarrollaron la lucha por la integración racial y los derechos civiles, organizando la primera marcha de protesta contra ese gran catalizador de la conciencia norteamericana que fue la guerra de Vietnam, o las aportaciones de pensadores ligados al movimiento universitario por razón de su actividad académica, quienes —como Herbert Marcuse y Noam Chomsky, entre otros— elaboraron teorías críticas radicales a propósito de la sociedad o procedieron a la denuncia sistemática y rigurosa de las contradicciones del sistema americano.

En Europa, el camino tiene sus propios desarrollos paralelos: las bandas de teddy-boys ingleses, blousons noirs franceses y Halb-starken alemanes nacían de una marginación suburbial equiparable a la de sus congéneres americanos; el espíritu existencial de la realidad posbélica de los años cincuenta, que en Gran Bretaña dio llugar a la hungry generation (generación de los airados), condujo, como en el caso de la beat generation estadounidense, al apartamiento de las normas del comportamiento burgués tradicional y suscitó una inquietud favorable a la búsqueda de nuevos caminos de sociabilidad, sólo que el mayor peso de la tradición institucional política europea y el arraigo de una izquierda que acababa de luchar con las armas en la mano contra el nazismo, no predisponían a girar la espalda a la política. Hizo falta que estallara la crisis de esta izquierda para que se crearan condiciones favorables al nacimiento de la contracultura, y entonces fueron muchas veces las mismas formaciones de la nueva izquierda sus más entusiastas impulsores. Hechos significativos del clima de ruptura fueron el surgimiento, en la Gran Bretaña de finales de los años cincuenta, de movimietos pacifistas promovidos por la Campaña para el Desarme Nuclear, que en 1958 alentó un nuevo estilo de manifestaciones en las que destacaba el carácter cultural, comunitario y de fiesta, las cuales en 1960 derivaron, bajo la presidencia de Bertrand Russell, en la creación del Comité de los Cien, que fue pionero en la práctica de la desobediencia civil; el movimiento de oposición francés a la guerra de Argelia, que vería en 1955 la formación espontánea de manifestaciones de reservistas y, en los años siguientes, insubordinaciones y deserciones entre la tropa, además de la acción abiertamente rebelde y clandestina de las redes Francis Jeanson, constituidas por franceses que apoyaban al Frente de Liberación Nacional argelino, y, en la República Federal Alemana, la campaña pacifista lanzada por el movimiento de Lucha contra la Muerte Atómica en marzo de 1958, el viraje derechista del congreso del Partido Socialdemócrata (SPD) en noviembre de 1959 y la ruptura definitiva entre éste y su sección estudiantil, Liga de Estudiantes Socialistas (SDS), que se produjo en noviembre de 1961.

A ambos lados del Atlántico: la multiplicación de canales de información y publicaciones de prensa alternativa al margen de los circuitos comerciales; la adopción del nuevo estilo de vida juvenil, basado en la ruptura de las estructuras familiares tradicionales, la liberación sexual y la despreocupación por el trabajo y los medios de subsistencia, que manifiesta así el rechazo del orden social impuesto; por encima de todo, la comunión en la música como medio de expresión y lenguaje juvenil que, a través del rock'n'roll, primero, y del pop, después, facilita las señas de identidad necesarias para el reconocimiento y la toma de conciencia generacional.

El papel de la música

El primer estallido de violencia generacional en que los jóvenes se reconocen a sí mismos unidos en razón de la edad, sin otras mediatizaciones sociales o de grupo, se produce a través de la música: el 23 de junio de 1963, al término de un concierto rock dado por Johnny Halliday, Silvie Vartan y Richard Anthony en la parisiense plaza de la Nation, cien mil jóvenes se enfrentaron a la policía en el curso de una auténtica batalla campal originada por un nimio incidente de orden público. En relación con el suceso, el sociólogo Edgar Morin saludó en Le Monde la aparición de «la nueva clase adolescente como un microcosmos en el seno de la sociedad». La música se había convertido ya en el núcleo fundamental de una subcultura juvenil basada en las posibilidades de consumo de los teenagers, como se llamó a la franja juvenil comprendida entre los catorce y los veinte años, que a raíz del boom económico disponía por primera vez de un dinero que gastar. Las bandas juveniles, que durante los años cincuenta respondieron como sustitutivos a las necesidades de identificación con una actividad o cultura propias sentidas por esos jóvenes potencialmente consumidores, daban en ese momento los últimos coletazos como fenómeno significativo, arrinconadas por la importancia creciente de la música en el universo de la juventud.

Aun así, las bandas no se resignaban a desaparecer y siguieron articulando posteriores estallidos de violencia, como sucedió durante los dos días de disturbios que, en mayo de 1964, asolaron la británica Margate, playa de moda en la que habían coincidido con ocasión de las vacaciones de Pentecostés varios miles de rockers y mods, que se soliviantaron ante la actitud de rechazo que sus vestimentas y modales provocaban entre los habitantes de la localidad. Buena parte de la vaga reputación contestataria de la juventud rockera se debió a ese tipo de estallidos, aunque el espíritu de rebeldía latente en la música rock se disolviera, como sucedió en el curso de sus distintas etapas, en los multiformes esfuerzos de adaptación a las amplias posibilidades comerciales del mercado juvenil. En ese camino, intérpretes, melodías y ritmos se edulcoraron hacia el estilo pop, pero las letras se despegaron de las trivialidades sentimentales y del mundo de ocio de los teenagers para asomarse, conforme a las tendencias que se iban imponiendo, a la realidad social y política. Ejemplo significativo, The Beatles, el grupo de planteamientos comerciales más efectivos, que precisamente en el verano de 1968 grabó su Revolution: «Tú dices que quieres la revolución / Tú sabes que todos nosotros queremos cambiar el mundo / ... / Tú dices que cambiarás la Constitución / Nosotros queremos cambiar tu cabeza / Tú dices que son las instituciones / Mejor sería que liberaras primero tu espíritu / Pero si sigues poniéndote esas insignias del presidente Mao / Nadie te seguirá, créeme». Con la especialización del mercado y la pujanza de los planteamientos militantes surgieron una constelación de conjuntos ligados a formaciones políticas, como el MC5 de Detroit, relacionado en sus orígenes con el White Panthers Party, o Lumpen, de los Black Panthers, que crearon así un medio adecuado para su propaganda y para romper el monopolio y manipulación de la música por parte de la industria discográfica y del hip capitalism, organizadores de la serie de macrofestivales que tuvieron punto final en agosto de 1969 en Woodstock, memorable cita en que las masas hippies sobrepasaron la organización del festival, «liberándolo».

Los hippies

La aparición y progresiva extensión de los hippies en el transcurso de los años sesenta fue uno de los fenómenos más representativos del underground, el componente mayoritario que proporcionó el medio humano imprescindible para la difusión y desarrollo de la experiencia contracultural: el número de jóvenes hippies estadounidenses que convirtió San Francisco y Nueva York en las capitales psicodélicas del mundo giraba, según estima Margaret Randall, en torno a los dos millones en 1967; la cifra fue sensiblemente inferior en Europa, donde tuvieron su máximo momento de expansión ese mismo año, especialmente en Gran Bretaña. El movimiento hippie representó una respuesta específica de la juventud de los países de capitalismo avanzado frente a una sociedad urbana cuyo sistema de valores, dominado por la lógica del beneficio, el consumismo, la tecnificación y la tecnoburocracia, se identificaba como causa de todos los males de la humanidad y expresaba en la alienación de las libertades del individuo y en el sacrificio de sus capacidades creativas, así como en el mantenimiento de relaciones sociales e interpersonales basadas en la dominación, la competencia y la agresividad.

El término hippie fue empleado por primera vez en la prensa por el San Francisco Chronicle durante la primavera de 1965. Derivado de la palabra hipster, con que se calificó a ese tipo americano entre bohemio, delincuente juvenil y negro surgido en la inmediata posguerra, hace referencia al estado hip («el que está en la cosa», es decir, el «consciente», en slang norteamericano), que caracterizaba a quienes permanecían en contacto porque «estaban en onda» respecto a alguna verdad particular o forma de conocimiento que les identificaba como grupo aparte de la sociedad.

Toda la estrategia del movimiento hippie se reduce a la creación de situaciones propicias para la consecución de ese estado hip en que aquéllos aseguran que se hace efectiva la liberación individual y se pueden mantener contactos interpersonales basados en el amor, la comprensión, la espontaneidad en la igualdad, erigidos así en valores absolutos que se contraponen al cuadro de valores negativos imperantes en la sociedad.

El apartamiento de la sociedad, expresado en el contacto con la naturaleza y a través de los rituales be in (literalmente, acción de «estar ahí», según la expresión usada para referirse a las reuniones de jóvenes hippies que transcurrían en parques o plazas públicas durante jornadas enteras de entrega a una aparente inactividad de ocio, contemplativa y amorosa), se convertía así, como corolario de aquellos planteamientos, en la única fórmula capaz de proporcionar a los hippies el medio adecuado para su sueño de renovación humana. Esa voluntad de mantenerse apartados de la sociedad se acompaña del propósito de constituir una sociedad propia en el seno de aquélla, a modo de isla de humanidad que piensan que acabará, sin duda, contagiando el entorno con su mensaje renovador: proyecto utópico en el que algunos teóricos hippies, como Timothy Leary, llevados por una clara concepción mesiánica, formulan la necesidad de constituir el Flower Power. Proliferan en ese empeño las formas de organización comunitaria, que adoptan un estilo de vida pobre, en relación con la riqueza circundante, y se basan las más de las veces en el artesanado y la abolición de la propiedad privada, reviviendo, muchas veces sin saberlo, experiencias religiosas y sociales anteriores, que incluso se remontan varios siglos en la historia. Otras veces adoptan un modo de vida nómada, resultado de una actividad viajera condicionada por el poderoso atractivo que sobre su espíritu ejercen civilizaciones y culturas precapitalistas, en cuyo contacto esperan hallar las claves de la identificación con el hombre natural al que aspiran.

En el seno de sus comunidades, a las que numerosos autores atribuyen carácter tribal, rompieron con los tabúes del sexo y la promiscuidad, evidenciando la profundidad de la crisis de la institución familiar que atravesaba Occidente, y ensayaron rituales y formas de comunicación no verbal y casi telepática, que potenciaron al máximo con la ayuda de las más variadas drogas, llamadas a abandonar rápidamente su función creativa y sociabilizadora, para convertirse en armas de lo que se conocería como «revolución psicodélica» y que se puede resumir mediante el siguiente razonamiento silogístico: «Transformad la manera de ser de la conciencia... y transformaréis el mundo... Como la droga transforma la conciencia, haced universal el uso de la droga y transformaréis el mundo». Con la revolución psicodélica, la droga y los estados de irrealidad que le son propios pasaron a convertirse en un fin en sí, conduciendo a la exacerbación del individualismo y al abandono místico de la realidad, una tendencia que fundamentaron filosóficamente al afirmar, bajo la influencia del pensamiento oriental, el abandono del mundo (drop-out), que, según Mario Maffi, identificaron erróneamente con la inmersión del sabio zen en el flujo de las cosas.

Contradicciones de bulto, ingenuidad y falta de sentido político constituyen lugares comunes de la crítica más habitual al movimiento hippie. Acaso la única voz discordante en ese coro sea Theodore Roszak cuando rompe una lanza en favor de una nueva clave interpretativa: «Estos jóvenes tribalizados se reúnen vistiendo sus alegres prendas en lo alto de una colina en un parque público para saludar el sol de la canícula de verano en sus salidas y puestas. Entonces bailan, cantan y hacen el amor tal como le sale a cada uno, sin orden ni concierto... Hay la posibilidad de expresar pasión, de gritar y corretear, de acariciar y jugar en comunidad. Todos tienen acceso al acontecimiento; nadie es engañado, ni manipulado. Allí no se juega ningún reino, ningún poder ni gloria... Sería demasiado fácil juzgar estos alegres despliegues como marginal joie de vivre, sin relevancia política. A mi juicio, esto sería un error... Estos rituales embrionarios pueden muy bien ser una aproximación a la no-política... ¿Qué podría ser esta no-política sino una política que no parezca política en absoluto y a la que, por tanto, no sea posible oponer las defensas psíquicas y sociales convencionales?»

Desde luego que, en tanto que contestatarios, los hippies colocaron la liberación individual en el centro de toda su filosofía, pero lo hicieron mediante el arma de la no participación, en una automarginación complaciente que sólo denotaba hastío o disgusto respecto a la sociedad de la que procedían, más que voluntad de lucha efectiva contra el sistema. A partir de 1967, superada la fase en que su simple presencia enfurecía, porque se consideraban inadmisibles sus vestimentas y pelos, su excentricidad y costumbres sexuales y el hecho de que consumieran drogas, pasaron a ser progresivamente asimilados en un declive acentuado por el proceso de comercialización del hipismo en moda style hippie.

[ Vegeu també: Apocalípticos del bienestar (2): La politización contestataria de los años sesenta / D’abord Debord [Ectoplasmes 2] / Després de Marx, Abril [Ectoplasmes 6] / Treball i paradís xippie en les utopies postindustrials (1a part) / Mayo de 1968 y los movimientos contestatarios / Vagues explosives: i contra què i contra qui. ]

Lluís Cànovas Martí, «Apocalípticos del bienestar (1): La contracultura contestataria de los años sesenta»Escrit per a Miquel Izard (ed.) Marginados, fronterizos, rebeldes y oprimidos, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1987