Lluís Cànovas Martí / 6.3.2008
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El régimen cubano nacido con la Revolución de 1959 afrontaba en 2008 una comprometida decisión institucional: poner fin a la situación de interinidad en la jefatura del estado existente desde el 31 de julio de 2006. En esa fecha, el presidente Fidel Castro (que en las horas siguientes había de someterse de urgencia a una operación quirúrgica cuyas características y evolución postoperatoria serían consideradas «secreto de estado») había delegado en su hermano Raúl todas las funciones de jefe del estado.
Ese relevo provisional, y su prolongación en el tiempo (19 meses que permitieron a los cubanos hacerse con naturalidad a la idea de que Fidel acabaría abandonando el poder), dieron lugar a toda clase de especulaciones sobre el futuro de la isla y, como en crisis anteriores, despertaron en los medios de la oposición interior y del exilio las esperanzas en una transición política más o menos próxima. Esta hipotética transición, según la opinión mayoritaria entre los analistas, sólo podía acabar plegándose al contexto político internacional de democracia liberal y neoliberalismo económico que priman los poderes fácticos de la globalización. Este punto de vista fue el que presidió los análisis suscitados por la renuncia de Fidel (19 de febrero) a presentarse para la reelección. Y a partir del día 24 sirvió, asimismo, como criterio analítico en las valoraciones sobre las votaciones de la Asamblea Nacional del Poder Popular (máximo órgano legislativo cubano) en las que fueron elegidos los 31 miembros del Consejo de Estado (el órgano representativo de aquél entre sesiones) y se ratificó en el puesto a su presidente interino, Raúl Castro. Éste se convertía así en jefe de estado de pleno derecho, consumando un proceso de sucesión que parecía alejar la eventualidad de cualquier forma de transición. Fidel, de momento, se reservaba la posibilidad de intervenir discrecionalmente en los acontecimientos desde el puesto de secretario general del PCC (pendiente acaso de una dimisión que podría hacer efectiva en un futuro congreso del partido, cuya última convocatoria se remonta a 1997) y anunciaba su propósito de mantener las colaboraciones como columnista del Granma, el órgano del comité central comunista.
El nuevo mandatario recibió el 100 % de los 609 votos de la Asamblea, y para el puesto de primer vicepresidente fue elegido José Ramón Machado, veterano de la revolución muy próximo a los Castro, cuya ortodoxia concitaba los mayores recelos en algunos círculos del poder cubano. Esta circunstancia explicaría que, con 601 votos, fuera el miembro del Consejo menos votado: una variabilidad de voto, ligeramente superior al uno por ciento de la cámara legislativa, que en cualquier caso rubricaba el cierre de filas en torno a la continuidad del proceso iniciado en Sierra Maestra. De lo acontecido sobresalía el hecho de que la media de edad del nuevo Consejo superara los 70 años, en detrimento de algunos miembros de las generaciones no participantes en los tiempos heroicos de la revolución: como el hasta ahora vicepresidente del Consejo, Carlos Lage, de 56 años, desplazado por Machado, próximo a cumplir los 78. Este dato generacional y la continuidad en los principios revolucionarios proclamados desde los renovados órganos comportaron que, por una paradójica perversión del lenguaje, los revolucionarios de antaño fueran tachados en todos los medios occidentales de «conservadores».
Las especulaciones sobre el futuro inmediato quedaban, sin embargo, a la espera de los cambios en fase de «estudio» que el nuevo líder anunció en su primer discurso: próxima remodelación del gobierno y reducción de los organismos estatales para combatir los excesos burocráticos; «fortalecimiento sostenido de la economía nacional y de su base productiva», con medidas como la revaluación del peso, la supresión de gratuidades y subsidios (que implicaba la supresión de la cartilla de racionamiento), la introducción de incentivos salariales y una reorganización productiva que podría revisar el modelo de propiedad estatal. Acompañarían a esta batería de propuestas el levantamiento de algunas prohibiciones (Off the record, retoques en la legislación migratoria que dificulta la salida del país) y «cambios en determinadas normativas jurídicas» que en su día permitieron luchar contra las desigualdades creadas por la escasez y que, entre otras medidas dirigistas, comportan aún cortapisas al consumo en informática, telecomunicaciones y electrodomésticos. En principio, ninguna de estas posibles medidas invalida un planteamiento de transición cubana como el que el mundo occidental espera. Pero tampoco lo avala. De hecho, algunas de esas controvertidas propuestas las incorporó ya en 1990 el gobierno cubano a su debate interno, cuando, tras la caída de la Unión Soviética, la crisis social y económica planteó la conveniencia de profundizar por otros caminos los logros de la revolución (indiscutidos en educación y sanidad, conquistas sociales de referencia con las que Cuba aventaja desde finales de los años 70 al resto de América Latina).
La desmembración del bloque socialista privó a Cuba de sus principales socios, con los que mantenía el 85 por ciento de sus intercambios comerciales en el marco del Consejo de Ayuda Mutua Económica. Las condiciones que este organismo de cooperación ofrecía al gobierno cubano eran muy ventajosas (puesto que operaba al margen de los precios internacionales de mercado), pero habían desincentivado la diversificación de los sectores productivos y no fueron suficientes para que Cuba, con un crecimiento anual medio del 3,1 % desde 1960, superara su estatus de país en vías de desarrollo [véase Cristina Xalma, Cuba ¿hacia dónde? (Transformación política, económica y social en los noventa. Escenarios de futuro), Icaria, Barcelona, 2007]. Además, la maquinaria estatal, imprescindible para sobrellevar los efectos del bloqueo impuesto por Estados Unidos desde 1962, se demostró ineficiente para resolver la crisis planteada. El socialismo cubano, basado en la propiedad estatal de los medios de producción y la asignación centralizada de recursos propia del modelo de planificación soviético, comportaba la dependencia laboral respecto al estado (a cambio de garantizar el pleno empleo), unos servicios sociales gratuitos de aplicación universal y un consumo mínimo racionado y subsidiado. Pero los intentos gubernamentales de adaptación a la realidad impuesta por el colapso del bloque socialista no impidieron que la economía cubana sufriera una caída del PIB del 34,8 % en sólo tres años (1990-1993). La apertura a la inversión extranjera y la promoción turística, principales opciones de la reforma económica adoptada en 2003 (bajo las directrices de Lage y del ministro de Economía, José Luis Rodríguez), dieron lugar a un proceso de «dolarización» caracterizado por un mercado monetario dual que fomentó el trasvase de trabajadores a aquellas actividades que proporcionaban acceso directo al dólar.Nacería así un sistema de economía mixta regulada en el que, conforme a los principios socialistas, se trató de poner coto al crecimiento de la propiedad privada. Pero se acentuaron las diferencias sociales, y resurgieron la pobreza y nuevas formas de marginalidad y delincuencia que retrotraían al pasado. La válvula de escape a esa situación fue la «crisis de los balseros», que en sólo agosto y septiembre de 1994 llevó a más de treinta y dos mil cubanos a Estados Unidos. Fueron los aspectos más negativos del giro corrector de la política económica del sistema, que, pese a todo, sobrevivió a la adversidad de esa coyuntura sin doblegarse a la lógica neoliberal que parecían imponer los tiempos y, por el contrario, experimentó una recuperación que en el período 1995-2000 elevó el crecimiento medio del PIB al 4,5 % anual, aunque hubo que esperar a 2005 para compensar en términos reales el retroceso ocasionado por aquella crisis [véase Xalma, cit.]. Superada ésta, ese año el gobierno dio marcha atrás en su reforma económica mediante una política de «desdolarización» y la adopción de medidas (aumento de pensiones, duplicación del salario mínimo, ayudas directas a las familias más pobres.) dirigidas a corregir las desigualdades más lacerantes. En el escenario cubano de esos años se habían perfilado ya tres grupos sociales claramente diferenciados cuya existencia amenazaba la cohesión social: una elite dirigente integrada por los cuadros del partido, los mandos de las fuerzas armadas y los directivos de las grandes empresas; una incipiente clase media con acceso a las divisas y dotada de una voluntad consumista frustrada por las limitaciones del mercado interior (el único al que tenía acceso), y una mayoría que cobra el salario estatal y se desenvuelve sin mayores expectativas en las estrechas condiciones del consumo de racionamiento y el consumo social que brinda el sistema.
En buena medida, el futuro de Cuba pasa a depender de los intereses encontrados de unos y otros grupos sociales, de la habilidad con que las fuerzas opositoras sean capaces de incidir en esa realidad social y del papel que en el juego de equilibrios que la sostiene desempeñen los Estados Unidos. En el horizonte inmediato no se visualizaban contradicciones insalvables para la continuidad del régimen político cubano, que por el contrario contaba con importantes inversiones de capital de China y Canadá, el apoyo inestimable de Venezuela y de los países latinoamericanos comprometidos en la Alianza Bolivariana (ALBA), e incluso un centenar de diputados demócratas y republicanos estadounidenses acababan de pedir la revisión del bloqueo de Cuba, al considerar que, dado que Fidel ya no era el presidente, «es hora de pensar y actuar de otra manera». Un cambio de actitud estadounidense que, tras las presidenciales de noviembre de 2008, podría hacerse efectivo en 2009, quienquiera que sea el candidato elegido. A la luz de los hechos, en la encrucijada de 2008 parecía con mayores oportunidades inmediatas el reformismo socialista propuesto por Raúl Castro que la transición neoliberal que patrocinan sus enemigos.
[ Vegeu també: Ley Helms-Burton: España y la UE ante el bloqueo de Cuba ]
Lluís Cànovas Martí, «La encrucijada cubana»Escrit per al web Nivel 10 Plus del Grupo Editorial Océano