Central nuclear de Cruas-Meysse, al departament francès d'Ardèche.
Té quatre reactors d'aigua a pressió (EPR) de 915 MW que varen entrar en servei entre 1984 i 1985, està situada a la riva dreta del Ròdan, a 15 quilòmetres de Montélimar, i és una de les 59 centrals nuclears de França, el país més nuclearitzat de la Unió Europea. [Foto, Lluís Cànovas]
Lluís Cànovas Martí / 28.9.2006
[ Vegeu també: Cambio de siglo, cambio de sentido / Chernóbil, muerte silente / Irán nuclear ]
En 2006 el lobby nuclear cabalgaba de nuevo. Durante un cuarto de siglo mantuvo los caballos estabulados y redujo su actividad a discretos trotes, aunque sus jinetes no dejaron nunca de percibir los sustanciosos réditos de sus anteriores carreras, los años dorados del sector: a la desaceleración nuclear de 1980-2005 se la llamó crisis.
La crisis de la industria nuclear arranca de 1979, año en que el accidente de la central nuclear de Three Mille Island levantó en todo el mundo occidental a una opinión pública recelosa de la seguridad de esa forma de energía y llevó a la administración estadounidense a suspender la concesión de licencias de construcción de nuevas centrales en su territorio y a exigir la introducción de nuevas medidas de seguridad en las ya existentes. El consiguiente aumento de los costes de construcción (que reducían su margen de competitividad respecto a las de ciclo convencional con combustibles fósiles) y la ausencia de garantías políticas que derivaba de la falta de consenso social respecto a las instalaciones nucleares, determinaron un parón del sector electronuclear en todo el mundo desarrollado, cuya industria energética persistió sin embargo gracias al mantenimiento de las centrales existentes y a la exportación de la tecnología y los proyectos nucleares a los países periféricos. La catástrofe de 1986 en la central ucraniana de Chernóbil confirmó las peores hipótesis de los detractores de la energía del átomo y, profundizando en la crisis, pareció sentenciar a muerte su futuro, con lo que se colocó a los defensores de lo nuclear en una impostura de incómoda posición para el debate.
La situación, sin embargo, había cambiado favorablemente para los intereses nuclearistas en 2006 gracias al estallido de la tercera crisis del petróleo, y no eran pocos quienes auguraban ya una vuelta del antiguo esplendor de los negocios del átomo. En esa coyuntura, el precio de petróleo batió sus máximos históricos el 21 de abril y se situó en los 74,79 dólares el barril de crudo brent, medida del precio de referencia en Europa. Si en las crisis históricas de 1974 y 1980, cuando el petróleo alcanzó los precios récord de 11,58 y 35,69 dólares respectivamente, se trató de un problema de la oferta (estrangulada en el primer caso por los países productores de la OPEP, y en el segundo por el impacto de la revolución islámica en Irán y la subsiguiente guerra de este país con Irak), ahora se trataba de un problema de la demanda. Era ocasionado sobre todo por el fuerte crecimiento económico de China e India, pero también por la pujanza de otras economías emergentes, como las de Brasil, Rusia y algunos países asiáticos y latinoamericanos en los que se consolidaba una clase media proclive al consumo. Todo ello sin menoscabo, claro está, de factores nada desdeñables que a su vez reducían la oferta, como la disminución de las reservas estratégicas norteamericanas, el desplome de la producción de los campos petrolíferos iraquíes como consecuencia de la guerra, la espada de Damocles del programa nuclear iraní y conflictos aparentemente menores en países productores como Nigeria, Chad e Indonesia.
Ese cúmulo de factores causales cabía reducirlo a su vez a dos: las estadísticas de 2006 señalaban que, en los actuales niveles de consumo, las reservas mundiales de petróleo (1.300 millones de barriles de crudo y 173.000 millones de metros cúbicos de gas natural disponibles) sólo garantizarían 40 años de petróleo y 65 de gas natural; el otro factor, de naturaleza geopolítica, es que dos terceras partes de ese petróleo se localiza en cinco países del golfo Pérsico (Arabia Saudí, Irán, Irak, Emiratos Árabes Unidos y Kuwait), con lo que se da la paradoja de que la principal fuente energética de la economía occidental depende de países islámicos, en los que sus sectores extremistas preconizan el choque de civilizaciones y asumen el papel de enemigos de Occidente que, al término de la guerra fría, le asignaron los estrategas del Pentágono, firmes partidarios de la conveniencia de reemplazar el fantasma del comunismo por un nuevo enemigo capaz de incentivar la eficiencia y la competitividad del sistema global.
Las voces en defensa de la energía nuclear significaban, de facto, la reapertura del debate público y se acompañaban de la puesta en marcha de nuevos proyectos de centrales. Sucedió en todo el mundo desarrollado. En Estados Unidos, Japón, la Unión Europea..., las corporaciones empresariales presionaron por la inclusión de nuevas centrales en los planes energéticos y para que, eventualmente, se aumentara la potencia y prorrogara la vida útil prevista en las que ya estaban en funcionamiento.
Bajo la presión de un precio del petróleo que ponía en jaque la sostenibilidad del modelo de desarrollo conocido, el viejo argumento de la no dependencia energética exterior cobraba un nuevo significado por las razones geopolíticas apuntadas, aunque a su vez no resolvía el problema de la futura dependencia del uranio y de la repercusión que en los precios del mineral tendría un eventual aumento de su demanda. Al mismo tiempo, otro argumento se sumaba a las viejas razones a favor y en contra del uso de la energía nuclear: la amenaza del cambio climático debida a la emisión de gases de efecto invernadero. Si a finales de los años ochenta este elemento era una mera hipótesis que el movimiento ecologista utilizaba en la denuncia genérica de los excesos del industrialismo, ahora se presentaba como una realidad que mostraba ya sus primeros impactos negativos en la naturaleza. Paradójicamente, al subrayar la baja emisión relativa de dichos gases en el proceso de fisión nuclear, los nuclearistas daban la vuelta a los argumentos de sus detractores y esgrimían con desvergüenza y sin empachos la contribución de las centrales atómicas a la preservación del ecosistema planetario.
En 2005, el parque mundial contaba con 443 reactores nucleares en funcionamiento que proporcionaron el 16 % de la energía eléctrica consumida en el mundo. Otros 25 reactores se encontraban en fase de construcción en 11 países, y entre los numerosos proyectos previstos por doquier, los de China, que, con tres centrales en funcionamiento, planeaba ya construir otras 20, mientras Estados Unidos prorrogaba a 60 años la vida útil de 39 de sus 104 reactores.
La moratoria nuclear y los programas de clausura de reactores abarcaban fundamentalmente a una parte significativa de la Unión Europea, el 15 % de cuyo consumo energético era de origen nuclear. En enero de 2006, la interrupción del suministro ruso de gas natural centroasiático a Europa central disparó las alarmas al evidenciar la dependencia energética del continente. No así la de Francia, que con sus 59 centrales era el país más nuclearizado de Europa y no se planteaba, ni por asomo, restringir su parque electronuclear, sino que, por el contrario, se proponía reemplazar las centrales obsoletas por otras de nueva construcción, de las cuales el proyecto más avanzado era el de la central de Flamanville. Tampoco la moratoria o la clausura entraban en los planes de Finlandia, país que contaba con cuatro centrales y en 2005 comenzó a construir la quinta en la isla de Olkiluoto: un hecho que rompía con la tendencia occidental de dos décadas y era subrayado en todos los foros como paradigma del cambio operado. Además, la UE vio como aumentaba en 2004 su parque electronuclear desde 136 a 155 reactores por la entrada de 10 nuevos estados miembros, que en los casos de Lituania, Eslovaquia y Eslovenia tenían una fuerte dependencia de la energía nuclear que producían. Así las cosas, Suecia, Gran Bretaña y Países Bajos optaban por replantear sin tapujos sus planes restrictivos, mientras los restantes gobiernos europeos entreabrían la puerta a posibles revisiones de sus planes de largo plazo.
En un país como Portugal, donde las movilizaciones populares de comienzos de los años 80 dieron al traste con la construcción de la que hubiera sido su primera central nuclear, y cuya economía importaba en 2005 el 85 % de la energía que consumía, la Asociación Empresarial (AEP), la Confederación Industrial (CIP) y la Asociación Industrial (AIP) pidieron en junio de ese año que el gobierno «incluyera la energía nuclear... en el ámbito de una estrategia energética global». Simultáneamente, una iniciativa privada promovida por el empresario Patrick Monteiro de Barros, de Energía Nuclear de Portugal (Enupor), propuso la construcción de una central nuclear en la localidad de Bemposta, situada en los Arribes del Duero, la cual se alimentaría del uranio portugués de las minas de Urgeirica, próximas a la localidad norteña de Viseu.
En España, las presiones de la industria nuclear (Foro Nuclear, patronal eléctrica Unesa...) no eran menos fuertes. La moratoria existente desde 1983 y el compromiso de cierre de sus 9 nucleares prometido en el programa electoral socialista de 2004 encontraron una buena ocasión en la central de José Cabrera, en Almonacid de Zorita, cuya obsolescencia y escasa potencia la hacían prescindible tras sobrepasar, con 38 años de funcionamiento, su período de vida útil, que la llevó al cierre en abril de 2006. Pero en las mismas fechas una Mesa de Diálogo sobre la Evolución de la Energía Nuclear en España constituida por iniciativa del gobierno, se abría a la posibilidad de cualquier compromiso, en menoscabo del punto de vista de quienes pedían una concreción del prometido calendario de cierres y presionaban para que no se concediera la prórroga de diez años pedida por Petronor para el funcionamiento de la nuclear de Santa María de Garoña.
En Alemania, enzarzada en un calendario de clausura paulatina de sus 19 centrales, que debe completarse antes de 2021, y en 2004 y 2005 dio lugar a la desconexión de dos de ellas, el debate nuclear dividía al gobierno de la Gran Coalición, uno de cuyos compromisos era el respeto al programa de cierre nuclear pactado en 2000 por socialdemócratas y verdes. Por de pronto la empresa RWE, propietaria de la central renana de Biblis, la siguiente de las afectadas por la medida, presentaba una solicitud para prorrogar su actividad más allá de 2007, la fecha de cierre prevista.
Los viejos problemas de seguridad, que centraron el debate nuclear en las pasadas décadas, se mantenían respecto a las centrales de primera y segunda generación. Persistían tras las adaptaciones exigidas por las administraciones para autorizar que prolongaran su ciclo vital. Y también los que derivan de la imposibilidad de eliminar los residuos radiactivos que generan, problema sobre el que los nuclearistas suelen pasar de puntillas. Para los antinucleares, el debate se resolvería a su favor si los presupuestos de nuevos proyectos nucleares internalizaran en su totalidad los costes reales, entre otros los del futuro desmantelamiento de las instalaciones y los de los residuos, hasta ahora financiados con cargo a las cuentas públicas.
La industria de la energía cifraba en 2006 sus esperanzas en los reactores de tercera generación, que, como el de la central finlandesa en construcción (reactor europeo de agua a presión, EPR), según la propaganda iban a proporcionar unas condiciones de seguridad casi totales. La industria norteamericana trabajaba a su vez en una tercera generación plus, dotada de seguridad pasiva, eficaz incluso contra eventuales ataques terroristas. Por contra, el empecinamiento en la ocultación de incidentes y accidentes que seguía envolviendo a dicha industria no ofrecía muchas seguridades a una población que, según las encuestas, la seguía rechazando por abrumadora mayoría.
[ Vegeu també: Cambio de siglo, cambio de sentido / Chernóbil, muerte silente / Irán nuclear ]
Lluís Cànovas Martí, «Vuelta al debate nuclear» Escrit per a la História Universal Oceano (edició portuguesa), Lisboa, 2007