Lluís Cànovas Martí / 19.8.1996
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Sin paliativos, el mayor accidente de la historia de la civilización industrial: la fusión parcial del núcleo del cuarto reactor de la central nuclear de Chernóbil, en la entonces república soviética de Ucrania, ocurrida el 26 de abril de 1986, liberó a la atmósfera una radiación cuarenta veces mayor que la de las bombas atómicas lanzadas en 1945 sobre Hiroshima y Nagasaki. Sólo la razón de estado, decidida a justificar la opción en favor de una forma de energía considerada estratégica para el poder, y la íntima necesidad psicológica del ser humano por escapar al miedo y al dolor explican la relativa indiferencia del mundo hacia los efectos de Chernóbil y, por descontado, la total inconsecuencia respecto a la revisión del modelo energético que lo hizo posible. Cualesquiera otras razones esgrimibles (económicas, políticas, mediáticas, sanitarias...) quedan subsumidas en el orden jerárquico que encabezan aquéllas y que se asienta, en último término, en la desinformación y la ignorancia.
Oficialmente, murieron dos personas en la explosión inicial, y en los doce días que duró el incendio otras 49, en su mayoría bomberos y trabajadores de la central que se enfrentaron al fuego sin protección alguna frente a la radiación. Pero el número de afectados (sólo en Ucrania 3,5 millones de personas que perciben algún tipo de prestación social como compensación) no ha dejado de crecer (un millar de nuevos inválidos cada mes) y nunca se sabrá la cifra exacta de víctimas mortales.
No se sabrá, en parte, por la naturaleza misma de las radiaciones ionizantes y su acción silente, a veces de una etiología difícil de precisar. Pero sobre todo por la naturaleza del poder soviético y de la alta corrupción del régimen que lo reemplazó. El secretismo en torno a los accidentes, habitual en toda la industria nuclear del mundo, halló en este caso el terreno abonado por la inexistencia de organizaciones ciudadanas susceptibles de denunciar ante la opinión pública el alcance de lo ocurrido, y también porque la burocracia estatal cerró filas en la ocultación de posibles pruebas que pusieran en entredicho su gestión y demostraran las responsabilidades criminales del accidente de Chernóbil, que tuvieron su punto final con los diez años de cárcel impuestos en julio de 1986 al director y al subdirector de la central. Pero las responsabilidades se multiplicaron en todos los niveles. Tras el accidente se tardaron 36 horas decisivas en ordenar la evacuación del entorno (unas 150.000 personas que habitaban en el radio de 30 kilómetros llamado de «exclusión») y varios días más para tomar medidas en una área mucho más amplia, que se adentra más de doscientos kilómetros en Bielorrusia, con las mejores tierras agrícolas y cuatro millones de personas. Luego, durante dos años, fueron sacrificadas otras 800.000, los «liquidadores», que ajenos al peligro trabajaron en condiciones suicidas intentando reducir la contaminación en las zonas más irradiadas. Se clasificaron como alto secreto los expedientes relativos a lo sucedido y, dentro de lo posible, se intentó tranquilizar a la población minimizando la magnitud de la tragedia, a la vez que en Moscú se amañaban en muchos casos los registros de las dosis de radiación recibidas por los afectados.
Los informes más amplios sobre el impacto del accidente en los diez años transcurridos proceden del programa IPHECA, de la Organización Mundial de la Salud , y del Informe de la Agencia para la Energía Nuclear, adscrita a la OCDE, que realizan el seguimiento médico de las víctimas en Ucrania, Bielorrusia y parte de Rusia. El interés obvio de dichos organismos por no sembrar la alarma se contradice con los resultados de estudios científicos (como uno del Centro de Prevención del Cáncer de Harvard, en Boston, publicado en julio de 1996 en Nature, que señala una triplicación de la leucemia infantil en Grecia, especialmente durante el primer año de vida de niños en fase de gestación durante el accidente, y otro alemán, referenciado por Der Spiegel en marzo de 1996, que relaciona con Chernóbil el incremento de casos de mongolismo registrados en Berlín) que vienen a recordar que la radiación no conoce fronteras y acabó diseminándose por todo el hemisferio norte. El hecho fue constatado en numerosos lugares, y los datos obtenidos, así como las medidas de prevención convenientes, escamoteados a la población. En España, por ejemplo, el Instituto de Técnicas Energéticas de la Universidad Politécnica de Barcelona y el Instituto de Física Corpuscular y Fundamental de la Facultad de Física de Valencia registraron un aerosol procedente de Chernóbil, con una tonelada de isótopos radiactivos, que se paseó varios días sobre la costa mediterránea y descargó con las lluvias de comienzos de mayo sobre Cataluña y Valencia. Sin embargo, a diferencia de los casos griego y alemán referidos, la ausencia de estudios epidemiológicos impide hablar de afectados, a pesar de un ligero pero significativo aumento de los niveles de actividad radiológica detectados entonces en la leche y algunas verduras, especialmente en Girona, y de sus inevitables repercusiones en la cadena trófica.
Un factor añadido a la dificultad de establecer la cifra de víctimas fue la crisis vivida en ese momento por el estado soviético, que dirigida por Gorbachov (paradójicamente, hoy en la presidencia de la Cruz Verde Internacional) condujo a la implosión de la Unión Soviética y hundió en el caos administrativo y la miseria a todas sus repúblicas integrantes. Los registros estadísticos y las normativas de prevención y asistenciales acabaron por multiplicarse a partir de 1991 con la aplicación de criterios administrativos distintos en cada una de las naciones resultantes. El accidente, que en los años transcurridos ha costado el equivalente a 29 billones de pesetas sólo en concepto de reasentamientos de población, indemnizaciones y costes sanitarios, jugó sin duda un papel coadyuvante en la crisis soviética y en el posterior derrumbe de su economía. De forma que la catástrofe de Chernóbil se multiplicó y solapó en la desgracia más amplia de la pobreza general: incentivó los puestos de trabajo mucho mejor remunerados que ofrece el control y mantenimiento de las instalaciones de la central accidentada (diez mil personas entre guardabosques, vigilantes, radiólogos y personal científico, transportistas y constructores, encargados estos últimos de mantener el «sarcófago», una improvisada obra de ingeniería completada en noviembre de 1986 y destinada a aislar, mediante un recubrimiento de hormigón reforzado con plomo, boro y mármol, la actividad aún hoy altamente contaminante de lo que queda del reactor) y de los tres reactores de Chernóbil aún en funcionamiento (otras cinco mil personas, aunque el segundo grupo quedó fuera de servicio cuando el 11 de octubre de 1991 estuvo a punto de causar otra catástrofe de igual magnitud); devolvió a las zonas de «exclusión» y aledañas a antiguos moradores desesperanzados que optaron por una fatalista solidaridad con sus fallecidos; propició un tráfico letal con instrumental o enseres abandonados en la zona como residuos altamente radiactivos; mantuvo el consumo de productos agrarios contaminados (el 25 por ciento del total cosechado en Bielorrusia), que fueron mezclados con otros más o menos libres de radiación para paliar sus efectos; desató la picaresca de miles de personas, especialmente funcionarios, que, haciéndose pasar por «liquidadores», se incorporaron al sistema de subsidios de éstos, o hizo que niños ajenos a la catástrofe se beneficiaran de vacaciones en el extranjero patrocinadas en solidaridad con las víctimas... Se estima que un mes de vacaciones lejos de la radiación a que están sometidos habitualmente les alarga un año la esperanza de vida, y el dato revela la forzada asunción que de sus relaciones con la muerte han debido hacer esas gentes. La madre de un chiquillo afectado declaraba a la periodista Pilar Bonet: «Chernóbil ha cambiado mi sistema de valores y mi relación con la gente. Ahora prefiero relacionarme con quienes comparten nuestro sufrimiento».
Al cumplirse el décimo aniversario, se anunciaba el cierre inminente del primer reactor, mientras que el tercero, pendiente aún de la ayuda que presten los países desarrollados del Grupo de los Siete, no está previsto clausurarlo antes del 2000. El entorno de «exclusión» se ha convertido en un laboratorio de experimentación privilegiado: sus especies animales presentan unos índices de mutación genética mayores que los que cabría imaginar en algunas especies tras diez millones de años. La AEN cifra en 400 las personas afectadas por malformaciones genéticas. Según este organismo, son 270.000 las que aún están expuestas a altas radiaciones. Junto con otros seis millones de habitantes de las repúblicas señaladas, sometidos a dosis moderadas, constituyen un laboratorio viviente en el que se localizan todos los posibles niveles de experimentación médica: el más generalizado de los cuadros clínicos es el llamado «sida de Chernóbil», inmunodeficiencia que se acompaña de cefaleas, mareos, diarreas y vómitos agudos y aqueja especialmente a los «liquidadores»; los cánceres han aumentado en un 45 por ciento entre los adultos; los de tiroides, más extendidos entre la infancia con menos de cinco años en 1986, presentan índices hasta treinta veces por encima de lo habitual y un millar de desahuciados por la ciencia; las leucemias causadas por las bajas radiaciones se teme que tengan una irrupción estadísticamente explosiva a partir del décimo aniversario...
Con todo, los mayores desvelos se centran en el «sarcófago». Inicialmente se le atribuyó una vida útil de treinta años, pero, aquejado de grietas y agujeros que exigen su constante reparación, está agotando a marchas forzadas su ciclo vital y, en el décimo aniversario, los técnicos estimaban que apenas podría alcanzar el umbral del siglo XXI. El proceso descontrolado que se desarrolla en su interior irradiaba en 1996 su contenido a través de mil metros cuadrados de orificios, mientras los técnicos, auténticos aprendices de brujo de una tecnología que escapa a su control, especulaban con los peligros potenciales: una salida masiva del polvo radiactivo si se desmorona la estructura, la contaminación de las aguas subterráneas si progresa la inestabilidad de los cimientos, o una reacción nuclear si las masas de combustible existente alcanzan el nivel crítico necesario. Casi nada.
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Lluís Cànovas Martí, «Chernóbil, muerte silente»Escrit per a l'l'Anuario Océano 1996, Grupo Editorial Océano, Barcelona, 1996