Socialdemòcrates i democristians registraren un empat tècnic a les eleccions del 18 de setembre de 2005. Les coincidències assenyaladament neoliberals dels seus respectius programes facilitarien la formació del segon govern de Gran Coalició de la història d'Alemanya. Foto del canceller socialdemòcrata Gerhard Schröder i la líder opositora Angela Merkel durant el debat televisiu en el programa «Die Favoriten» de la Cadena 5(4.9.2005)
Lluís Cànovas Martí / 11.10.2005
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Las elecciones legislativas anticipadas del 18 de septiembre giraron una vez más en torno a las opciones neoliberales representadas por los principales candidatos: el canciller Gerhard Schröder, candidato del Partido Social Demócrata (SPD) en el poder, y la democristiana Angela Merkel, candidata de la alternativa de derechas Unión Cristiano Demócrata-Unión Social Cristiana ( CDU-CSU). Ambos coincidían en la necesidad de modificar el modelo del capitalismo alemán, basado desde la postguerra en el estado del bienestar y la cogestión obrera de las grandes empresas, pero discrepaban en el modo y en los plazos que estimaban necesarios para llevar a cabo las reformas. En esa disyuntiva, la realpolitik, cara y cruz del sistema, imponía la lógica de la globalización y, al mismo tiempo, los matices diferenciadores suficientes para que el reino de lo económico no pudiera ser percibido como una mera imposición sobre la república de los ciudadanos.
En Alemania, la globalización del sistema mundial operada a partir de 1989 contaba además con unas señas de identidad nada abstractas. Si la caída del muro de Berlín pasó a simbolizar en todas partes el fin de la guerra fría, para los alemanes la demolición de esa estructura de hormigón armado (que tuvo su correlato institucional en el desmoronamiento de la República Democrática de Alemania) fue además, y sobre todo, el punto de partida que sustanciaba las oportunidades reales de la tan ansiada reunificación nacional: una construcción muy concreta y que sin duda iba a demostrarse alejada de cualquier utopía complaciente.
La reunificación alemana mostró así el rostro bifronte de un Ianus germánico: fue la cara conciliadora y amable de la globalización, pero al mismo tiempo tuvo que asumir, como contrapartida, la cara hosca y amarga de los costes económicos y sociales derivados de la realización de ese objetivo, que para la República Federal Alemana implicaba la asimilación de un país de estructuras obsoletas y renta sensiblemente inferior. Si bien es cierto que la nueva Alemania unificada se mantuvo como primera potencia industrial de Europa y lideró los procesos de creación del euro y ampliación de la Unión, no lo es menos que tuvo que pagar aquella hipoteca con la entrada en una fase de estancamiento económico: pérdida de competitividad, disminución del crecimiento del PIB, cierre y deslocalización de empresas, aumento del déficit exterior... Y sus secuelas sociales: aumento del paro, incertidumbre y temor al futuro, pérdida de confianza en las propias capacidades... Todos estos factores alimentaron en 2005 un falso debate pseudocultural en el que se contrapuso la generación de mayo de 1968 (que personificaban el propio canciller y su ministro de Asuntos Exteriores, el verde Joschka Fischer) a la de los neocons de Merkel, y en el que los primeros aparecían como garantes del modelo social, frente a la iniciativa individual y de libertad de mercado que representaban los segundos. Comoquiera que fuese, en 2005 la magnitud de la crisis planteada era reconocida como auténtica crisis nacional y, a diferencia de lo sucedido en 1998 (cuando la creencia en la coyunturalidad de esos problemas llevó al socialdemócrata Schröder al gobierno), se extendía el escepticismo respecto a la capacidad de las soluciones más o menos doctrinarias de los partidos. Schröder demostraba una especial sensibilidad ante esta evidencia y justificaba los renuncios ideológicos de su legislatura (que al SPD le costaron la escisión del sector crítico encabezado por Oskar Lafontaine) en el difícil legado que su antecesor en la cancillería, Helmut Kohl, dejó al país por no haber emprendido en su momento las medidas correctoras necesarias que, como artífice de la reunificación, le correspondían. Esas críticas apenas implicaban a la protegida y sucesora de Kohl, Angela Merkel, quien habría asumido en parte la corresponsabilidad de las medidas de Schröder (complicidad, decían no pocos) al presionar desde la oposición para que se llevaran a cabo.
Ahora, ante la imposibilidad de ofrecer alternativas claramente diferenciadas, la campaña electoral se basaba en un discurso del miedo fundamentado en la idoneidad de los candidatos (dirimida parcialmente en sendos debates televisados que favorecieron la recuperación de Schröder frente a las encuestas adversas de comienzo de campaña) y en la estigmatización mútua de sus pretendidas capacidades para resolver la crisis. Merkel denunció, al respecto, la amenaza de extensión del paro (un 11% de la población activa, lo que implicaba la cifra récord de cerca de cinco millones de personas) que subyacía en el mantenimiento de la Agenda 2010, el programa de reformas socialdemócrata. Schröder, por su parte, halló un filón en la apuesta ultraconservadora del ministro de Finanzas democristiano en la sombra, Paul Kirchhof, quien propuso la aplicación de un tipo único del 25 % en el IRPF, una medida técnicamente discutible y radicalmente antisocial de la que tras no pocos titubeos abjuró Merkel, aunque sin renunciar por ello a medidas complementarias tales como la supresión drástica de ayudas y desgravaciones, rebajas en el impuesto sobre la renta y las consabidas reformas de la sanidad pública y de las legislaciones sobre contratación y para instaurar sin tapujos el despido libre.
Los resultados electorales no dieron, sin embargo, una victoria clara ni a unos ni a otros, ya que al final se registró un empate técnico: la CDU-CSU obtuvo el 35,2 % de los votos y 226 escaños parlamentarios, mientras que el SPD conseguía el 34,3 % de los votos y 222 escaños. Esa exigua diferencia imposibilitaba la constitución de una mayoría parlamentaria estable basada en los respectivos aliados naturales de uno y otro: el Partido Liberal Democrático (9,8 % y 61 escaños) y Los Verdes (8,1 % y 51 escaños). Además, todos rechazaron cualquier forma de alianza con el recién constituido Partido de la Izquierda, formado por los disidentes socialdemócratas y los postcomunistas de Gregor Gysi, de fuerte implantación en la antigua Alemania del Este, que con el 8,7 % de los votos y sus 54 diputados hubieran podido cuadrar la aritmética necesaria para un tripartito de izquierdas. Pero los intereses en juego de la coyuntura reformista que se planteaba hacían inviable esa posibilidad, tanto como las rencillas personales surgidas de la escisión socialdemócrata y la historia reciente del país, que demonizaba a los comunistas. El camino de la «gran coalición», con precedente en el gobierno del canciller Kurt Kiesinger (que en 1966-1969 impuso las leyes de excepción para frenar el auge de la oposición extraparlamentaria), quedaba expedito y, según las encuestas, era el preferido de los votantes. El 10 de octubre, los dos grandes partidos pactaron un gobierno con la primera mujer cancillera de la historia, Angela Merkel, y una fuerte presencia de ocho ministros socialdemócratas. Quedaba por delante una intensa negociación en pro de un programa común.
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Lluís Cànovas Martí, «La Alemania de la gran coalición»Escrit per a Larousse 2000 (Actualización 2006), Editorial Larousse, Barcelona, 2005