Lluís Cànovas Martí / 12.2.1980
[ Vegeu també: Després de Marx, Abril ]
Espectáculo es el autorretrato del poder en la época
de gestión autoritaria de las condiciones de existencia.
(Guy Debord, La sociedad del espectáculo)
Día 28 de enero. Montecitorio, templo-cocina de la legalidad italiana, descorre el salón de las solemnidades. Es el debut de la ley antiterrorista que el gobierno somete al debate-cocción en el que, dentro de poco, será encendido altar del sistema democrático de la República. Apenas algunos asientos vacíos y un ambiente de profesional e indiferente expectación entre los 580 onorévoli que repantigados en sus escaños deberán votarlo antes del 14 de febrero, so pena de verle emprender el reglamentario camino de retorno al gobierno-chef que preparó la receta. Con sus dieciocho diputados, el partido vedette de Marco Pannella -Partido Radical Italiano- amenaza frustrar la iniciativa de la mayoría consensual y se propone batir el cobre de sus 7.500 enmiendas -seis enormes maletas repletas de documentos- para que así sea: trata de detener el reloj de lo que considera remedio ineficaz contra la guerrilla urbana y simple pretexto para recortar las libertades fundamentales de los ciudadanos.
Cuatro días antes, durante el debate previo, el tema de las enmiendas hizo llover ya insultos, puntapiés, guantazos... Los radicales justificaban su incansable lista de disentimientos hablando de «anticonstitucionalidad» de la ley, y sus oponentes, para evitar que una minoría con el reglamento en la mano se fuera a pasar no menos de tres años argumentando tales puntos de vista, recurrieron a un procedimiento excepcional que reduce la defensa de las enmiendas a una sola intervencióm por diputado: por obra y gracia de este artilugio, el debate-cocción cambiaba al terreno del debate-coacción. En medio de la tensión reinante, catorce radicales, con su secretario general, Giuseppe Ripa, a la cabeza, eran detenidos por manifestación ilegal ante las puertas del palacio. En el interior, comunistas y radicales pasaban presto de las palabras a las manos: como suele suceder en casos semejantes, para la mayoría resultaba intolerable que un puñado de «místicos y alocados saboteadores» -filibusteri, popularizó la prensa- tuviera la desfachatez de recordar públicamente que cuando en 1950 los «hoy realistas y responsables comunistas» eran minoría, también se quejaron de ser víctimas de la mayoría y lucharon, como ellos ahora, para abrir «espacios de libertad». Por descontado, resultaba tan intolerable como el anuncio de que emplearían «los mismos argumentos y frases con que el PCI rechazó en el pasado leyes del mismo género».
Con tales precedentes, en aquella mañana del 28 de enero quedaba plenamente justificada la expectación despertada en torno a Montecitorio. El acontecimiento traspasaba fronteras, y así, en España, caía en pleno centro de un debate -animado desde las páginas de El País por su director, Juan Luis Cebrián- sobre la necesidad y eventual existencia de condiciones para la creación de un partido radical a la española. En Italia, los mismos democristianos habían pospuesto su congreso a la espera de que se aprobara la ley, y en el otro extremo, cosa extraordinaria, el interés de los acontecimientos no escapó ni a los extraparlamentarios del Movimento -víctimas propiciatorias de la caza de brujas mantenida desde abril de 1979-, quienes con sus líderes encarcelados debieron de saltarse excepcionalmente sus principios y dirigir una mirada de indulgente simpatía hacia esos diputados de atar que actuaban prescindiendo de las pautas electoralistas al uso en el juego político convencional.
Y así las cosas se descorría el telón del espectáculo: las lenguas como espadas en alto, prestas a la lucha. Pero ni el Palacio de Montecitorio es el Coliseo, ni su machihembrado de parquet la arena del circo. Tampoco los radicales invocan a Dios frente al león Cossiga, ministro del Interior cuya incapacidad en la resolución del caso Moro pareció convertirse el año pasado en el mejor aval para la jefatura de gobierno que hoy ostenta. Con la autoridad de guru que le confiere el cargo, Francesco Cossiga reparte a precio de ganga pasajes para el chárter nacional a la Democracia Blindada, el nada místico trip transalpino al «estado de vigilancia total» de la República Federal Alemana. Sobre este itinerario, la Italia del norte acaba de dar los primeros aunque aún tímidos pasos, de la mano de Carlo Alberto Dalla Chiesa, general plenipotenciario que, sin control legal alguno, dispone de sus quinientos hombres «especiales» y de los treinta mil carabineros de la división Pastrengo, especialmente equipados para la lucha antiterrorista con tanquetas superrápidas, helicópteros, blindados... y un complejísimo sistema de comunicaciones. Ahora se trata, entre otras cosas, de legalizar sus competencias, ampliarlas y extenderlas a todo el país: por de pronto, el general Edoardo Palombi acaba de ser nombrado gobernador civil -prefetto- de Génova y la prensa recuerda que desde 1945 ningún militar había sido distinguido con semejante cargo. Especialmente criticados son los artículos de la ley que se refieren a la posibilidad de interrogatorio sin la intervención de los jueces, al registro de bloques enteros de viviendas y, sobre todo, en el orden penal, a la introducción de «delitos de presunción», que diluyen peligrosamente la diferencia entre terrorismo y disidencia, e incluso permiten retener indefinidamente en prisión a quienes, tras cumplir la pena, no presenten «indicios racionales» de arrepentimiento...
El primer radical en el turno de intervenciones es Gianluigi Melega. El popular periodista pone en marcha su «obstruccionismo» legislativo, consistente en un discurso río -«el Mississippi de los discursos», como él lo llama- destinado a inundar el aula parlamentaria mediante un chorro de palabras ininterrumpido: EL REGLAMENTO NO ADMITE LOS DESCANSOS. La experiencia exige una formidable memoria, debido a que se prohíbe llevar el discurso escrito y hay que ceñirse en todo momento al tema, pero sobre todo resulta imprescindible una envidiable y enorme vejiga, y suficientes condiciones físicas. Cuando un democristiano denuncie a la presidencia que Melega está tomando pastillas para resistir la maratoniana sesión, sin inmutarse reconoce: «Efectivamente, son estimulantes y si quieren puedo someterme a un control antidoping cuando acabe mi intervención». Melega largará su palique durante 8 horas 35 minutos, sin descuidar, con relación al tema, disquisiciones eruditas sobre la religión budista, toda una muestra de cultura e imaginación.
En la tribuna de oradores los radicales se relevan uno tras otro las veinticuatro horas del día: la portavoz del grupo, Adelaide Aglietta, los abogados Mauro Mellini y Marco Boato, el escritor Leonardo Sciascia... En las gradas, para hacer más llevadera la paliza, proliferan las bromas del tipo: «¡Eh, Pannella, te llaman por teléfono!», y en las horas nocturnas cunde el absentismo, mientras los grupos parlamentarios se ven obligados a guardar turnos y el gobierno delega a los subsecretarios más jóvenes para que hagan méritos. Cuando el día 30, a la una de la noche, Alessandro Tessari salga disparado al gabinetto, dejará pulverizado, con 10 horas 35 minutos, el récord de prédica que «el vejiga de hierro» Giorgio Almirante (8 horas 51 minutos) consiguiera hace años con ocasión del debate sobre las leyes de regionalización. La feminista sexagenaria Adele Faccio, que le sucede en el estrado, sucumbe de un colapso cardíaco a las cuatro y media de la madrugada y sólo la librará de un fatal destino la casual presencia de un médico democristiano que al parecer no le guardaba rencor y despertóse por el efecto del ruido que causó la parlanchina al caer. La ronda de radicales concluirá tras 94 horas de agotador palique, en el que cada uno de ellos ha empleado, en promedio, casi cinco horas y media. Todo un récord que se suma a su voluminoso haber de intervenciones, de rancia tradición: 162 horas/diputado radical, frente a una media de cinco para los democristianos y cuatro para los comunistas, según las estadísticas de la anterior legislatura. Si el deber de todo parlamentario es parlamentar, sin duda los radicales son quienes mejor justifican su sueldo, y tal vez ésta sea una de las razones que explican por qué 1.340.000 italianos optaron por el voto radical en las últimas elecciones. Y ello a pesar de que ese titánico y encomiable esfuerzo oratorio habría resultado, hasta aquel momento, en buena medida estéril, sobre todo porque, como los mismos radicales han denunciado hasta la saciedad, la función de las cámaras legislativas va siendo progresivamente absorbida por el poder ejecutivo de acuerdo con una tendencia común a todas las democracias occidentales, en las que cada vez más las leyes se imponen por la vía del decreto gubernamental.
En esta ocasión, la ley antiterrorista iba a salir aprobada al conceder los distintos grupos parlamentarios, el día 2, el voto de confianza que permitía al gobierno sacarla adelante sin una sola enmienda: LOS CAMINOS DEL PODER SON INFINITOS, y conforme con ese axioma, la oposición, a coro con el gobierno, se apresuraba a explicar que dicho voto de confianza revestía sólo carácter «técnico». Pero los radicales italianos habían evidenciado hasta qué punto la izquierda tradicional ha dejado de cumplir con su antiguo papel de oposición real dentro del «caduco» sistema que, de acuerdo con sus principios, se declara dispuesto a superar. Y mientras tanto, el fantasma de las leyes de excepción recorre Europa: como Alemania en otoño, así Italia en invierno... Esta vez, al menos, los últimos liberales italianos no dieron su voz a torcer.
[ Vegeu també: Després de Marx, Abril ]
Lluís Cànovas Martí, «Montecitorio, palique radical»Escrit per a Vela de armas (Anuario 1980), Difusora Internacional, Barcelona, 1981