Manifestació contra la guerra d'Iraq (15.3.2003)

Manifestació a Brussel·les contra la guerra d'Iraq (15.3.2003) [Foto, Júlia Cànovas]

La guerra en Irak (2002-2004)

Lluís Cànovas Martí  /  14.12.2004

[ Vegeu també: Coordenadas de la globalización en 1999 / Las guerras del Golfo y la globalización / Oriente Medio 2001-2006: el fiasco estadounidense ]

El año 2002 transcurrió en Irak bajo la espada de Damocles de la guerra que perseguían los Estados Unidos. El régimen iraquí se había distinguido por ser el único del mundo que no había condenado los atentados del 11 de septiembre del año anterior y se había puesto temerariamente en el ojo del huracán antiterrorista cuando sus medios de comunicación oficiales, al comentarlos, denunciaron la «arrogancia» estadounidense y concluyeron que la «lección» dada a los norteamericanos les llevaba a recoger «los frutos amargos de sus crímenes contra la humanidad»

Ese despliegue de locuacidad antiamericana se explicaba, más allá de la derrota militar que en 1991 siguió a la invasión iraquí de Kuwait, por las condiciones del embargo que imponían a Irak las grandes potencias capitaneadas por Estados Unidos, y por la persistencia de los bombardeos regulares sobre territorio iraquí que, desde entonces, aún mantenían las aviaciones estadounidense y británica dentro y fuera de las zonas que de modo unilateral habían declarado desmilitarizadas. Naturalmente, el contenido y el tono de esas declaraciones no pudieron menos que radicalizarse al mes siguiente, cuando, el 7 de octubre de 2001, una coalición internacional dirigida de nuevo por Estados Unidos invadió Afganistán dentro de la primera fase de la guerra preventiva contra el terrorismo que, como respuesta al 11-S, había diseñado el Pentágono. Mientras, entre intercambios de acusaciones, baladronadas de Hussein y severas advertencias estadounidenses contra su régimen, a finales de año tomaba cuerpo la idea de una segunda fase de la guerra para la que Irak tenía todos los números de convertirse en objetivo.

Objetivo Irak

Si durante la campaña presidencial de 2000 George Bush había prometido ya que «echaría» a Sadam, luego, tras las elecciones, su consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, rebajó ese planteamiento al considerar que Hussein era un «problema menor» susceptible de resolverse con sólo «acorralarlo», pero otros influyentes miembros del nuevo gobierno discrepaban en este punto. Entre los más destacados se contaban el vicepresidente Dick Cheney; el presidente de la Junta Política de Defensa, Richard Perle; el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld; su ayudante Paul Wolfowitz; y el ex director de la CIA, James Woolsey. Todos ellos presionaban para derrocarlo militarmente con la ayuda política del Congreso Nacional Iraquí (CNI), un grupo del exilio iraquí afincado en Estados Unidos y liderado por el banquero Ahmad Chalabi. En ese sentido, las excelentes relaciones de Perle y Wolfowitz con Chalabi (cuyos informes sobre Irak, procedentes del CNI y de supuestos desertores iraquíes, llegaron a arrinconar los informes de la CIA y la DIA) iban a ser tan determinantes en la decisión adoptada respecto a Irak como lo fue la implicación de Rumsfeld, Cheney y el mismo Bush en los intereses de las empresas energéticas que aspiraban a controlar los campos de petróleo iraquíes y que acababan de ver consagrada su labor por el ambicioso plan energético puesto en marcha ante la amenaza de agotamiento de las reservas estratégicas norteamericanas.

En ese sentido, los excesos de la propaganda iraquí, que se mostraba comprensiva con los móviles de los asesinos del 11 de septiembre y condenaba los bombardeos del país que los albergaba, pusieron las cosas fáciles a los planes belicistas de quienes sólo tenían que convencer al mundo, comenzando por la ciudadanía americana y su clase política, de que provocar la caída de Hussein no sólo era un acto de justicia, sino también, y ante todo, un acto de defensa imprescindible frente a la amenaza que representaban su apoyo al terrorismo internacional, sus arsenales de armas de destrucción masiva y sus planes de seguir fabricándolas. Se desempolvó al efecto todo el historial de crímenes de Hussein (en su mayoría cometidos con la connivencia de Estados Unidos en el contexto de la guerra fría), y ante la imposibilidad de demostrar aquellas supuestas amenazas que los servicios de inteligencia y las agencias especializadas de la ONU descartaban reiteradamente, se optó por fabricar las pruebas necesarias para incriminarlo. Por de pronto, una mayoría de la población estadounidense (el 72 %, según una encuesta de febrero de 2003) creía a pies juntillas que Hussein estaba implicado en el 11-S, una de tantas informaciones especiosas del CNI que fue desbaratada por las investigaciones policiales, pero que en la medida que convenía a los planes bélicos no se hizo ningún esfuerzo en desmentir. No menos fácil fue acallar las voces de los congresistas demócratas que se negaban a aceptar la existencia de las tan cacareadas armas cuando, a finales de septiembre de 2002, se presentaron supuestas pruebas de que, en 1999-2001, Irak había tratado de comprar óxido de uranio a Níger y adquirido tubos de aluminio aptos para el centrifugado en la obtención de uranio enriquecido. Unos meses más tarde, se demostró que los documentos en que se basaba la denuncia eran una burda falsificación hecha con fotocopias, pero mientras tanto, el 11 de octubre de 2002, el Congreso había dado ya plenos poderes al presidente para lanzar un ataque contra Irak.

Obstáculos a la guerra

Más difícil fue convencer más allá de las propias fronteras. Y así la aventura iraquí tuvo que abrirse camino en medio de una gran polémica internacional que acabó dividiendo a una Europa enzarzada en un debate sobre su propia identidad y redujo los términos de la guerra a una acción unilateral contraria a la legalidad sancionada por Naciones Unidas.

Subrayada por la oposición frontal de Alemania y Francia, dicha unilateralidad no pudo ser disimulada por el apoyo activo de los gobiernos de Gran Bretaña y España, en los que el premier Toni Blair actuó consecuente con su condición de socio numerario de Estados Unidos, mientras el presidente José María Aznar asumía circunstancialmente el papel de comparsa. Conforme a esta realidad, Gran Bretaña aportó inicialmente un contingente de 45.000 soldados, y España de entrada otros 900 para una misión logística que el gobierno calificó eufemísticamente de «humanitaria» y llegó a Irak el mismo día de la caída de Bagdad (luego, el 11 de julio, aprobaría el envío de otros 1.300 efectivos en una misión de «seguridad y estabilización»). Los quebrantos en las filas del laborismo británico provocados por esa intervención militar llevaron incluso a la dimisión de tres de sus ministros, y la aprobación parlamentaria en Westminster se consiguió el 18 de marzo de 2003 gracias al apoyo de la oposición conservadora: al igual que había sucedido en Washington en octubre del año anterior, la votación se produjo tras divulgarse un oportuno informe gubernamental según el cual las temidas armas iraquíes podían alcanzar objetivos británicos 45 minutos después de la orden de ataque, un extremo desmentido el 29 de mayo, cuando se reconoció que ese dato había sido añadido para hacer más impactante el informe.

Frente a lo que una parte importante de la opinión pública estimó que eran mentiras instrumentalizadas para justificar la guerra, la ciudadanía se movilizó, sobre todo en Europa y los países islámicos, con una masividad sin precedentes. En el orden de la importancia numérica, destacaron en especial las manifestaciones de Barcelona, Roma, Londres, Madrid, El Cairo, Casablanca..., hasta un total de más de 500 ciudades de todo el mundo, en las que se coordinó, a través de Internet, una red contraria a la guerra que, durante varios meses, convocó lo que fueron calificadas como «primeras manifestaciones de la era global». La propaganda belicista pretendió calmar entonces al mundo musulmán con una promesa de solución global que incluía una salida pacífica al conflicto de Palestina y se materializó en el plan «Hoja de ruta» del 30 de abril de 2003: el plan preveía la creación de un estado palestino en 2005, aunque en la práctica la guerra de Irak dejó a Israel las manos libres para machacar la intifada e intensificar sus esfuerzos en la construcción de un muro en torno a Cisjordania que hizo de la autonomía palestina una cárcel. Mientras tanto, en Europa se hacía hincapié en las ventajas económicas que la intervención en Irak iba a proporcionar a los países participantes (un mensaje explicitado sin tapujos por el gobernador de California, Jeb Bush, durante un viaje a España, en febrero de 2003) y en el carácter dictatorial del régimen de Hussein y las condiciones de democracia que, con la reconstrucción del país, se iban a levantar tras su derrocamiento: una promesa que ya se había demostrado ilusoria respecto a Afganistán y que en Irak se encargaría de desmentir también la mal llamada «posguerra», continuación de la guerra propiamente dicha, en la que la resistencia a la ocupación demostró mayor firmeza que la que opuso el ejército regular durante la invasión.

La guerra y la mal llamada «posguerra»

La guerra comenzó con los bombardeos aéreos del 20 de marzo de 2003, horas antes de que, desde Kuwait, se emprendiera la ofensiva terrestre, a la que, en esta fase, a los estadounidenses y británicos se sumaron tropas australianas y polacas. Desde hacía unos días se contaba también con el apoyo nominal de varias decenas de países cuya identidad (salvo en el caso de los países del Este europeo que iban a ingresar en la Unión Europea) se ocultó a la opinión pública, pero que en la «posguerra» llegarían a sumar sobre el terreno tropas de 34 países. Igualmente, tras un largo forcejeo negociador, Turquía había autorizado los vuelos sobre su territorio, pero no la esperada participación de sus tropas, vistas a su vez con recelo por la guerrilla kurda peshmerga (único aliado firme de Estados Unidos en el interior de Irak), que operaba en el norte y temía que los turcos se anexionaran su autoproclamada República Independiente de Kurdistán: un contratiempo que demoró las operaciones del frente norte e hizo que los peshmergas no fueran operativos hasta que, pasados unos días, se lanzaron tropas paracaidistas sobre su región. La atención se centraría en el sur, donde se localizan los principales campos petrolíferos y se especulaba con un factor clave en el desenlace político de los acontecimientos: la posibilidad de que el avance aliado actuara de acicate para el levantamiento chii contra el dictador, algo que hubiera subrayado el carácter «liberador» de la guerra que la propaganda belicista proclamaba, y que, a la vez, hubiera dado a la ocupación una legitimación popular que no tuvo

En su lugar, la propaganda se ciñó al guión trazado según el cual las «bombas inteligentes» empleadas garantizaban una «intervención quirúrgica» que evitaba las víctimas «colaterales», y a ejercer un estricto control sobre las informaciones de los 500 corresponsales «incrustados» que avanzaban junto a las tropas: hasta que el monolitismo de este mecanismo de control fue desbordado por las informaciones de la cadena qatarí Al Jazeera, que evidenció que la de Irak no iba a ser una guerra distinta.

Se pudo ver tras la toma de Bagdad (9 de abril) y continuó después de que Bush diera por acabada triunfalmente la «batalla de Irak» (2 de mayo): la incapacidad de los ocupantes frente al pillaje urbano y el expolio de los tesoros nacionales; las consecuencias del «fuego amigo» sobre la población civil; las primeras manifestaciones de protesta... Al día siguiente de la toma de posesión del administrador militar, Jay Garner (21 de abril), la toma pacífica de Kerbala por los chiíes despejó las dudas sobre la posición de la jerarquía de esta comunidad y su voluntad de poder autónomo, que se rubricaría a lo largo de toda la «posguerra» y, al cumplirse un año, con el levantamiento del Ejército del Mahdi (4 de abril de 2004) liderado por el ayatolá Muqtada al Sadr. Entre una y otra fecha, se acumularon errores militares que (junto al ascenso de una resistencia que multiplicaba los sabotajes a la industria petrolera, hacía de la nueva policía autóctona objetivo prioritario y recurría a los suicidas para llevar la muerte incluso al perímetro verde de seguridad de la capital, donde se parapetaban las máximas instituciones del estado) arrastrarían la situación al caos: masacres en la represión de manifestantes desarmados (29 y 30 de abril de 2003); disolución del ejército regular y los cuerpos de seguridad iraquíes (22 de mayo de 2003), que dejó sin empleo a miles de mandos y nutrió de cuadros la resistencia; detenciones masivas indiscriminadas con las que se trataba de compensar la pérdida de control; aplicación sistemática de torturas a los prisioneros, e incluso varios casos de tiros de gracia a heridos indefensos. Más allá de la responsabilidad penal que se derivaba de las pruebas respecto a algunos de estos «excesos» (que el Tribunal Penal Internacional no podía juzgar por el voto negativo de Estados Unidos a su documento fundacional), todos estos casos creaban un rechazo de difícil solución.

Ante esa situación, poco podía la política: el traspaso de poderes (12 de mayo de 2003) a un administrador civil, Paul Bremer; el reconocimiento por la ONU de la autoridad de los ocupantes (22 de mayo de 2003); la designación por Bremer de un consejo de gobierno, en el que por supuesto figuraba Chalabi (13 de julio de 2003); la aprobación de una Constitución provisional (7 de marzo de 2004); el traspaso de la soberanía a un gobierno interino presidido por Ayad Alaui (1 de junio de 2004)... Este traspaso se produjo después de que Bush (2 de noviembre de 2003) adelantara la fecha, presionado por la escalada de las acciones que la resistencia llevó a cabo a partir del verano (y que el 22 de septiembre condujo a la ONU a evacuar a sus funcionarios) y por el fiasco de la conferencia de donantes de Madrid (21-25 de octubre de 2003), que sólo comprometió 12.700 de los 40.000 millones de dólares que se estimaban necesarios para la reconstrucción.

Las cifras indicaban la multiplicación de los ataques (390 en junio de 2003; 900, en octubre; 2.400, en septiembre de 2004), las bajas militares (1.299 soldados norteamericanos muertos y 5.229 heridos hasta el 14 de diciembre de 2004), la proliferación de los secuestros de extranjeros (unos 200 hasta septiembre de 2004) y los muertos civiles (estimados en 14.454 hasta el 21 de noviembre de 2004, por la asociación Iraq Body Count, y en cien mil por la revista médica británica The Lancet del mismo mes)... El 18 de abril de 2004, el nuevo gobierno de España cumplió con sus compromisos electorales y, en una inesperada decisión que rompía con las prácticas comunes de la política, ordenó la retirada de sus tropas (acción secundada también por los gobiernos de Honduras, República Dominicana y Nicaragua, pertenecientes a su misma brigada, que ordenaron retirar las suyas, al igual que hizo más tarde Filipinas), un golpe a la mermada moral de combate de las restantes fuerzas, que desde comienzos de año habían restringido sus operaciones de patrulla para reducir al mínimo las emboscadas, y en octubre reconocerían la pérdida del control territorial incluso en el llamado «triángulo suní» que incluye la capital. Ni siquiera la detención de Sadam Hussein (14 de diciembre de 2003) había frenado el aumento del número de acciones armadas contra los ocupantes. Por el contrario, el fortalecimiento de la resistencia parecía convertirse en un reclamo para combatientes internacionalistas que, procedentes de otros países islámicos, se sumaban a ella, reforzándola y dando nacimiento a una Al Qaeda local inexistente en Irak al comienzo de la guerra.

La resistencia había dado un salto cualitativo el 14 de febrero de 2004, cuando planteó en Faluya su primera batalla abierta a plena luz del día y puso de relieve la superioridad logística que le proporcionaba el apoyo de la población local. En el mismo escenario, nueve meses más tarde el ejército estadounidense llevaría a cabo su revancha: una operación de castigo ejemplar que tomó como pretexto la necesidad de acabar con el internacionalista jordano Abu Musab al Sarqaui, máximo dirigente del grupo Monoteísmo y Guerra Santa, que era considerado el responsable de Al Qaeda en Irak y, según los servicios de información, había instalado en Faluya su cuartel general. El operativo militar norteamericano no acabó con Sarqaui (que prosiguió su lucha en otros escenarios bélicos), pero impuso en cambio una nueva estrategia de combate: la ciudad fue cercada y bombardeada durante días y, tras permitir la huida de 200.000 de sus 300.000 habitantes, una fuerza conjunta formada por 12.000 efectivos estadounidenses y 2.000 miembros de la reconstituida Guardia Nacional iraquí se lanzaron a la ocupación del terreno. Era el 8 de noviembre. Durante las dos semanas siguientes se libró la batalla más encarnizada de la contienda, que puso fin al control insurgente de la que se había convertido en símbolo de la resistencia: la ciudad resultó literalmente arrasada.

La víspera del comienzo de la ofensiva en Faluya, el primer ministro, Ayad Alaui, había decretado 60 días de estado de emergencia en todo el territorio nacional, con objeto de imponer las condiciones de «pacificación» necesarias para la convocatoria de elecciones democráticas. Finalmente, el 21 de noviembre la Comisión Electoral fijó la convocatoria electoral para el día 30 de enero de 2005, en contra del parecer de la mayoría de fuerzas políticas iraquíes y de los observadores internacionales, los cuales estimaban que no concurrían las circunstancias mínimas necesarias para el normal desarrollo de una convocatoria democrática.

[ Vegeu també: Coordenadas de la globalización en 1999 / Las guerras del Golfo y la globalización / Oriente Medio 2001-2006: el fiasco estadounidense ]

Lluís Cànovas Martí, «La guerra en Irak (2002-2004)»Escrit per al web Ocenet, Grupo Editorial Océano, desembre 2004