El Front Nacional es manifesta en suport del seu candidat a la presidència de la república, Jean-Marie Le Pen, davant l'estàtua eqüestre de Joana d'Arc, que la ultradreta francesa ha convertit en símbol de la unitat de la pàtria amenaçada. Plaça de Les Pyramides de París (1.5.2002)
Lluís Cànovas Martí / 12.7.2002
[ Vegeu també: Vagues explosives: i contra què i contra qui. / Apuntes sobre políticas nacionales en la UE: Francia ]
No llegó la sangre al río en las elecciones de Francia. Aunque sí hubo sorpresa, desconcierto y una buena dosis de temores: el susto Jean-Marie Le Pen. La figura del veterano líder del Frente Nacional (FN, principal formación de la extrema derecha gala, con notoria implantación en los niveles municipales y regionales) atrajo todas las miradas en las cuatro citas electorales del año: abril (día 21), mayo (5) y junio (9 y 16). Sobre todo porque en la primera de ellas, que rompía el fuego de las presidenciales, Le Pen apeó al candidato de la izquierda (el líder socialista, y primer ministro, Lionel Jospin), para pasar a disputarle de tú a tú el puesto, en la segunda vuelta, al mismísimo presidente en ejercicio (el líder de la derecha, Jacques Chirac): que la ultraderecha nacional picara tan alto en unos comicios fue algo que no tenía precedentes. Y que la gran final por el Elíseo fuera a disputarse entre lo que algunos consideraban primos interpares, un sombrío augurio para la democracia.
Para colmo, la distancia entre los finalistas era escasa. Chirac (implicado en escándalos de corrupción que lo ponían a los pies de los caballos de su rival) obtuvo 5,57 millones de votos (19,71 %) y Le Pen 4,79 millones (16,95 %, los mejores resultados de su historia): respecto a las presidenciales de 1995 el primero perdía 780.000 votos (1,13 %) y el segundo ganaba 220.000 (1,85 %). ¿Caminaba Francia hacia el fascismo? Desde luego que no faltó quien contestara a la pregunta con un sí y adujera la marcha general de una Europa que desde 1999 insinuaba un viraje electoral en esa dirección (Suiza, 22,5 %; Austria, 20 %; Noruega, 14,3 %; Dinamarca, 12 %; Bélgica, 9,9 %; Italia, 3,5%, y estaba aún por llegar Holanda, que en mayo viviría el vendaval de la Lista Pim Fortuyn). Pero un análisis deductivo como ése no resistía el rigor de las cifras, porque la distancia entre los candidatos galos triunfantes se aquilataba con los votos conseguidos por los otros candidatos que les disputaban sus respectivos espacios políticos: sumando a los de Chirac los votos de Bayrou, Madelin, Lepage, Saint-Josse y Boutin, la derecha obtuvo 10,6 millones de votos (37,8 %), mientras que la ultraderecha apenas sumaba la mitad, 5,46 millones de votos (19,29 %), tras contabilizar los 670.000 (2,34 %) aportados por Bruno Mégret y su escisión del FN, el Movimiento Nacional Republicano. Las cifras indicaban que el voto de la ultraderecha había crecido algo, pero que seguía en sus parámetros de siempre, sólo que beneficiado por una coyuntura excepcional y un sistema electoral que impone el bipartidismo.
Además, el lobo Le Pen se había puesto ahora la piel de cordero para hacer olvidar algunas de sus anteriores perlas (como la de considerar que Auschwitz era «un detalle de la historia») o las viejas denuncias que lo desenmascaraban como torturador en Argelia, luego reiteradas en junio. Su partido, eso sí, mantenía el discurso xenófobo, una especial beligerancia hacia el islam y la amenaza de expulsar a los inmigrantes. En definitiva, una política francesa en consonancia con la de George Bush y con los nuevos enunciados de lo políticamente correcto que, bajo distintas fórmulas, asumían desde el 11 de septiembre los gobiernos vecinos de Aznar, Berlusconi y Blair. Por lo demás Le Pen se definía como «socialmente de izquierda, políticamente a la derecha y nacionalmente de Francia». De ahí que algunos observadores indulgentes concluyeran que Le Pen representaba una suerte de populismo xenófobo (inofensivo acaso) que había sido capaz de arañar votos entre los desempleados de los tradicionales feudos comunistas: en definitiva, un voto antisistema.
En la izquierda, donde el panorama era desolador, el Partido Socialista, con Jospin a la cabeza, había cosechado uno de sus peores resultados (4,56 millones de votos, 16,12 %), aunque el balance de la llamada «izquierda plural» sumaba 9,18 millones de votos (32,42 %): con significativos avances de Los Verdes, que doblaban resultados (1,01 millones, 3,3 %), y el hundimiento estrepitoso del candidato del PCF, Robert Hue, quien tras perder 1,67 millones de votos se quedaba con 960.000. A la luz de la aritmética, una parte importante del problema radicaba en el colapso de ese espacio plural (muy sensible a lo que se consideró tibieza de Jospin y a la indiferenciación respecto al programa de la derecha), como delataban la abstención (27,86 %) y el fraccionalismo trotskista (tres partidos que con 2,96 millones de votos, 5,19 %, registraron los mayores avances porcentuales de la convocatoria): dos parámetros objetivos sobre los que también recaía el sambenito del antisistema.
Tal fue la contrición entre la izquierda, que dimitió Jospin de inmediato y, en la segunda vuelta, todos apoyaron el nuevo instrumento de Chirac, la Unión por la Mayoría Presidencial: se redujo la abstención al 20 % e incluso buena parte de los trotskistas fueron a votar con el semblante compungido de quien comete una travesura o en algunos casos tapándose ostensiblemente la nariz, escenificando la repugnancia que les daba su circunstancial candidato. El voto útil determinó el fin del sueño ultra: Chirac (82,06 %), Le Pen (17,94 %).
Las aguas se habían remansado ya cuando en las legislativas de junio la derecha barrió a la izquierda (400 escaños frente a 178): la abstención fue del 38,5 %, pero el sistema circunscripcional evitaba ya cualquier sorpresa y el FN no pudo entrar en la Asamblea Nacional. La extrema derecha francesa mantenía sus cinco eurodiputados y seguía, eso sí, agazapada en los niveles del poder municipal y regional, a la espera de un salto político que la hijísima Marine Le Pen, estrella en ascenso del partido, considera susceptible de producirse «en cuanto Chirac desaparezca de la escena política; porque quien consiga reunir a toda la derecha, ese será el que diga misa».
[ Vegeu també: Vagues explosives: i contra què i contra qui. / Apuntes sobre políticas nacionales en la UE: Francia ]
Lluís Cànovas Martí, «El susto Le Pen»Escrit per a Larousse 2000 (Actualización 2003), Editorial Larousse, Barcelona, 2003