El debate sobre los nuevos estados-nación [Seis fragmentos del Cap. 6]

Lluís Cànovas Martí  /  2009-2012

[...] A la luz de los cambios registrados en el mapa político mundial, nada más lejos de la realidad que el mundo sin fronteras estatales concebido a finales del siglo XX por algunos visionarios de la globalización: el mundo, que no dejaba de marchar en sentido inverso a la supresión de fronteras, aceleró paradójicamente su tendencia a la disgregación en pleno canto globalizador. Efectivamente, la nueva coyuntura favoreció que el impulso de nuevos estados-nación se disparara inopinadamente: su número, tras el rosario independentista latinoamericano del siglo XIX, se había estabilizado en torno al medio centenar en vísperas de la Gran Guerra; se elevó a 74 al término de la Segunda Guerra Mundial; registró un nuevo empuje con el proceso de descolonización abierto en los años sesenta del siglo XX… Y en los primeros años del nuevo siglo, ya en plena globalización neoliberal, pasó a contar con cerca de doscientos estados nacionales (192 de ellos, miembros de la ONU en 2011): la desmembración del bloque socialista y las independencias de Namibia (1990), Eritrea (1993), Timor Oriental (2002), Montenegro (2006), Kosovo (2008) [Véase el capítulo 16, «Proclamación de independencia de Kosovo»] y Sudán del Sur (2011) habían aportado en dos décadas 26 nuevos estados al mapa político. Durante el período considerado, la pujanza del fenómeno solo estuvo matizada por la desaparición de dos entidades territoriales estatales: la República Democrática Popular de Yemen (unificada en mayo de 1990 con la República Árabe de Yemen en la nueva República de Yemen) y la República Democrática de Alemania (subsumida desde octubre de ese mismo año en la Alemania reunificada).

En el plano teórico, la significación de esta eclosión soberanista se aquilató con un debate sobre la idoneidad del tamaño de los estados nacionales, una característica que en el caso de algunos de los recién independizados parecía cobrar especial relevancia a la vista de su reducida superficie territorial y su escaso peso demográfico. [...]

[...] El concepto de «estado fallido» (failed state), de naturaleza imprecisa, se había puesto en circulación en los Estados Unidos de los primeros años noventa para designar a países en los que el estado era incapaz de proporcionar seguridad a sus ciudadanos —o carecía de la determinación necesaria— frente a poderes no estatales como las organizaciones guerrilleras, las mafias del narcotráfico o, más en general, las redes de la delincuencia organizada que le disputaban el poder o algunas de sus parcelas. La denominación se aplicaba por igual tanto a países de corte más o menos dictatorial como a regímenes representativos en los que las instituciones adolecían de graves déficits democráticos en modo alguno parangonables a los mínimos comúnmente aceptados por occidente. Somalia, Haití, que, en 1992 y 1994 respectivamente, habían sido objeto de intervenciones armadas norteamericanas, fueron algunos de los primeros a los que de modo informal se señaló con ese estigma. En ambos casos era evidente la instrumentalización política del concepto, que se convertía así en el argumento más usual para justificar la intervención. Poco después, la expresión adquirió la categoría de dictamen paraoficial cuando el think tank estadounidense Fondo por la Paz emprendió la elaboración de sus listas de estados fallidos en base a una ponderación de doce indicadores socioeconómicos que al efecto eran considerados significativos. Obviamente, se trataba de arropar las listas con criterios cientifistas susceptibles de ser presentados como indiscutibles. La primera de estas listas publicadas fue la correspondiente a 2005, que estaba formada por 76 estados y encabezaba Costa de Marfil. Véase Fund for Peace.

La labilidad del término «estado fallido», implícita en su ambigüedad conceptual, permitió que a la postre los Estados Unidos acabaran calificando como tal a Irak tras la situación de «vacío de poder» que en 2003 había creado el propio ejército norteamericano al derrocar el régimen de Saddam Hussein; Noam Chomsky, Estados fallidos. El abuso de poder y el ataque a la democracia, Ediciones B, Barcelona, 2007, p. 131. en esa primera lista de estados fallidos del Fondo por la Paz, Irak quedó incluida en el cuarto puesto. [...]

[...] Sin embargo, el debate sobre la viabilidad de los nuevos estados rompió las barreras impuestas por la trampa de los estados fallidos y los baremos de superficie y población. Si la macroeconomía se había limitado tradicionalmente a observar los estados como un «factor exógeno» (es decir, un dato fijo, en el que las fronteras políticas eran consideradas como un accidente geográfico al margen del análisis), en los años noventa una nueva corriente analítica exploraba territorios vírgenes y se ponía a investigar los determinantes geográficos de la renta per cápita: así por ejemplo, en los estudios de Jeffrey Sachs, el coste derivado de la falta de salida al mar en países como Afganistán o Bolivia, o de un estado como Utah en la hipótesis instrumental de que se independizara de Estados Unidos. Según los resultados de esos estudios, los países carentes de puertos propios y sin libre acceso a los mercados internacionales perdían cada año entre el 0,6% y el 1% de su PIB. Una tasa que a Bolivia le significó un coste de unos 4.000 millones de dólares en el transcurso de la última década, John Gallup y Jeffrey Sachs, Geography and Economic Development, Banco Mundial, 1998. y que en el caso de Afganistán agravaba en no menor medida la pobreza endémica inherente a las guerras que lastran su economía desde los tiempos de la colonización. Bien distintas eran las circunstancias que concurrían en el estado norteamericano de Utah, bastión de la ultraderecha republicana, donde la aplicación de las políticas neoliberales condujo a la aprobación de una Ley de Moneda Segura (Sound Money Act) en cuya virtud desde el 1 de abril de 2011 se aceptaba el pago en oro en las transacciones comerciales realizadas dentro de sus fronteras estatales: una implantación del patrón oro que tendía a socavar el poder de la Reserva Federal pero, según algunas críticas, Véase Sean Fiedler y Jeffrey Bell, «Our Unaccountable Fed», The Wall Street Journal (6-4-2011). no podría ser eficaz en tanto no se suprimieran todos los impuestos sobre los pagos en oro.

Se trataba de abordar, conforme a los criterios pragmáticos del neoliberalismo triunfante, algunas de las contingencias de la nueva realidad económica. En esta corriente innovadora se inscriben los trabajos pioneros de Robert Barro sobre el papel que juega el tamaño en el crecimiento económico de un país; Robert Barro, «Small is beautiful», The Wall Street Journal (11-10-1991); y Determinants of Economic Growth: A Cross Country Empirical Study, Massachusetts Institut of Technology Press, Cambridge, 1997. y el de Alberto Alesina y Enrico Spolaore sobre los determinantes del tamaño de los estados, Alberto Alesina y Enrico Spolaore, The size of nations, Massachusetts Institut of Technology Press, Cambridge, 2005. con mucho el más completo de los estudios disponibles al respecto. [...]

[...] De una relación de ventajas tan contundente como la que se suele atribuir a las economías de escala en los países de gran tamaño, cabría deducir que, si la lógica económico-política se rigiera en exclusiva por ellas, el mundo tendería a la fusión de todos los estados bajo un gobierno universal único: un horizonte del pensamiento utópico —en este cambio de siglo muy extendido entre amplias capas de la población occidental «globalizada»— que curiosamente recuerda el punto de vista del Albert Einstein de los años veinte, cuando se declaraba a favor de un estado universal bajo la tutela de los científicos. Véanse al respecto el libro póstumo de Albert Einstein, Ideas and Opinions, Bonanza, Nueva York, 1954 [trad. esp.: Mis ideas y opiniones, Antoni Bosch, Barcelona, 1980], y el artículo de Lluís Cànovas Martí «Einstein i l'anarquisme», Illacrua, núm. 42, febrero 1997. La persistencia de esa idea a través de realidades sociales tan alejadas en el tiempo confirmaría la observación de Eric Hobsbawm según la cual «La utopía es por naturaleza un estado estacionario que tiende a reproducirse a sí mismo y cuyo implícito ahistoricismo solo están en condiciones de soslayar aquellos que opten por no describirlo». Eric Hobsbawm, Sobre la historia, Crítica, Barcelona, 1998, p. 2002.

Los hechos imponían, sin embargo, una realidad que en algunos casos era diametralmente opuesta: en los países de mayor tamaño, algunas de las ventajas de las economías de escala quedan anuladas por los costes administrativos y de congestión que derivan de su propio gigantismo, capaz de imponerse a menudo sobre los beneficios del tamaño; la heterogeneidad de preferencias de la población de un país aumenta con el grado de desarrollo económico y puede ser más difícil de gestionar políticamente en los de mayor tamaño; estos problemas se acentúan si surgen de una diversidad cultural o étnica que se expresa a través de lenguas o religiones distintas, un caso especialmente grave cuando las minorías afectadas acumulan una herencia de sometimientos y renuncias que favorece la desafección hacia el proyecto común. Este diagnóstico agorero serviría en buena medida para describir la situación que condujo a la implosión de la Unión Soviética. [...]

[...] Por el contrario, en el período abierto a finales del siglo XX, diversos factores jugaban a favor de la viabilidad de estados-nación de pequeño tamaño. El ejemplo por antonomasia era la ex colonia británica de Singapur (64 islas e islotes que suman 710,2 km2; 4.701.000 habitantes), que había obtenido la independencia en 1965 y en el comienzo de los años noventa aparecía, como «tigre asiático», entre los países punteros del crecimiento económico merced a un modelo comercial basado en el libre comercio. Si en los modelos proteccionistas del pasado la dimensión política de un país coincidía con la de su mercado (y este hecho explica en parte el impulso hacia la creación de los grandes imperios coloniales a finales del siglo XIX), en las nuevas condiciones de la globalización neoliberal la amplitud del mercado interior dejaba de ser determinante y su mercado pasaba a depender de su régimen de comercio, teóricamente susceptible de ampliación a todo el mundo. [...]

[...] En la globalización neoliberal el principio de extraterritorialidad impuesto por la lógica del capital financiero parecía hallar precisamente la horma de su zapato en la creación de nuevas entidades territoriales políticamente independientes. También las grandes corporaciones industriales encontraban en los pequeños países mayores facilidades para sus políticas de deslocalización: mayores incentivos para la instalación de sus fábricas (favorecidas por subvenciones, exenciones tributarias, reducciones fiscales...); y al mismo tiempo una menor capacidad de presión institucional y sancionadora del estado en los casos de incumplimiento de los compromisos adquiridos: aplicación de reducciones de personal, desmontaje parcial de sus instalaciones o cierres de actividad y traslado a localizaciones de países competidores.

La prisa por facilitar el nacimiento de nuevos estados-nación mediante procesos de secesión «no va contra la corriente de las tendencias económicas globalizadoras; la fragmentación política no es un “palo en la rueda” de la “sociedad mundial” emergente... Por el contrario, parece haber una afinidad íntima, un condicionamiento mutuo y un fortalecimiento recíproco entre la globalización de todos los aspectos de la economía y el renovado énfasis puesto sobre el “principio territorial”». Zygmunt Bauman, La globalización. Consecuencias humanas, Fondo de Cultura Económica, México DF, 1999, p. 91.[...]

Lluís Cànovas Martí, «El debate sobre los nuevos estados-nación»Sis fragments del capítol 6 de Tránsito de siglo (La globalización neoliberal 1990-2011), treball en curs