Lluís Cànovas Martí / 9.10.1996
[ Vegeu també: La caída del bloque soviético y la postguerra fría / La coyuntura internacional de 1996 / Oriente Medio 2001-2006: el fiasco estadounidense ]
La proclamación en Kabul de la República Islámica de Afganistán pasó el 27 de septiembre casi inadvertida para el mundo. La atención informativa de las agencias se centraba en ese momento en el polvorín que para el proceso de paz en Oriente Próximo significaba la llamada «guerra del túnel» en Jerusalén, e hizo falta que llegaran las primeras noticias sobre los excesos cometidos por los revolucionarios afganos en su particular aplicación de la ley islámica, para que atrajera las miradas de un mundo entregado al morbo de una espectacularidad mediática en el que las atrocidades de aquéllos resultaban de todo punto incomprensibles, bien que pronto mercancía al alza de un mercado que, por encima de todo, prima la renovación.
El interés de Occidente hacia ese país, paraíso natural en los confines del planeta, siempre fue más bien escaso. Se remonta al colonialismo del Imperio británico, que lo intentó someter para convertirlo en su avanzada hacia el Asia central, donde durante el siglo XIX la expansión del Imperio zarista resultó imparable. Frontera de fricción, pues, fue escenario de tres guerras angloafganas y alcanzó la independencia en 1921, siempre sometido a un difícil equilibrio entre la vecina Pakistán, que le privó de su salida al mar, los compromisos con la India y los intentos de la Unión Soviética por contener la influencia islámica en los territorios australes de su imperio. Islamizado durante los siglos VII-IX, mantenía en la segunda mitad del XX las estructuras feudales del pasado, enraizadas en la multiplicidad étnica y las dificultades de comunicación impuestas por el macizo del Hindú Kush, que, en las estribaciones del Himalaya, divide el país en dos mitades. Sólo a partir de 1964 la apertura del túnel de Salang brindó la oportunidad de una comunicación permanente entre ambas entidades territoriales, antaño imposibilitada durante la mayor parte del año por las nieves. En los años setenta, la expansión del montañismo de élite y un incipiente turismo occidental ávido de exotismo propició las últimas oportunidades de una relación no conflictiva y paulatina con el exterior, que frustró la guerra de 1979.
La entrada de las tropas soviéticas en Afganistán se produjo el último día de 1979 para sostener al gobierno pro comunista en la República Democrática, que seis años antes había dado al traste con la monarquía constitucional del rey Zahir, quien hubo de exiliarse. Un estudio del ex disidente ruso Vladímir Bukovski (Juicio a Moscú, 1995), realizado básicamente sobre los antiguos archivos de la KGB, demuestra que el Kremlin trataba, una vez más en la historia, de asegurarse un cortafuegos en la región con objeto de evitar lo que en ese momento parecía ya inevitable: la implantación en Kabul de un régimen islámico que veía como una amenaza para sus repúblicas centroasiáticas y caucásicas, de mayoría musulmana. Pero en el contexto de guerra fría, la administración estadounidense esgrimió la tesis del expansionismo soviético hacia el Índico, en base a la cual, durante el curso de la guerra (que, a pesar de la retirada soviética de 1989, prosiguió hasta la caída del dirigente comunista Mohamed Najibullah en 1992) se dedicó a erosionar a la potencia rival proporcionando, junto a Pakistán, Arabia Saudita y Egipto, soporte militar a la oposición islámica representada por los muyaidines. El resultado fue el fortalecimiento de las posiciones más radicales e integristas de aquélla, encarnadas por la milicia talibán, que fue la que, al cabo, en septiembre de 1996, acabaría proclamando la República Islámica de Afganistán.
Los talibanes, sus protagonistas, eran estudiantes de teología (el vocablo pashto talib significa «el que busca el conocimiento religioso») formados en las escuelas coránicas (madrasas) que los muyaidines afganos fundaron con ayuda de Arabia Saudita en los campos de refugiados de Pakistán durante los años ochenta. Pertenecientes a la etnia pashto, mayoritaria y tradicionalmente detentora del poder político afgano, los talibanes son originarios principalmente de las confederaciones tribales de Durrani y Ghizlay, en el sur del país, y seguidores de la disciplina musulmana sunita. Durante la guerra contra el ejército soviético no poseían una organización propia y se adhirieron mayoritariamente a la facción combatiente Harakat-i-Enqelab Islami, del dirigente guerrillero Nabi Mohammedi. El posterior empantanamiento de la situación política y sus desacuerdos con el liderazgo pashtún, ostentado por Gulbudin Hekmatiar, les llevaron a constituir, en el verano de 1994, una milicia propia que, con escasos centenares de efectivos, entró poco después en combate enfrentándose, en apoyo de un convoy paquistaní, a la guerrilla de Hekmatiar. El 13 de noviembre, ya con unos dos mil hombres, tomó la capital histórica de Afganistán, Kandahar, y Ghazni el 24 de enero de 1995, con lo que la milicia talibán pudo extender su control sobre una tercera parte del territorio afgano.
La primera ministra paquistaní, Benazir Bhutto, actuaba de valedora de la milicia talibán ante Estados Unidos, y en tal sentido jugó sus bazas decisivas con los compromisos adquiridos para la erradicación de la droga (Afganistán era en ese momento, gracias a sus extensos campos de amapolas, la principal proveedora de la heroína consumida por el mercado europeo) y para acabar con el soporte al «terrorismo internacional» de Hekmatiar, a quien la CIA implicaba en el atentado de 1993 contra el World Trade Center neoyorquino: en febrero de 1995 la ofensiva talibán quedó frenada ante las puertas de Kabul, pero provocó finalmente la caída del cuartel general de Hekmatiar. La contraofensiva de las tropas del presidente Burhanuddin Rabbani, comandadas por el general Ahmed Sha Masud, alivió temporalmente la presión en torno a la capital afgana, aunque no cambió el curso de la guerra, que era ya claramente favorable a los talibanes, sobre todo cuando el 9 de septiembre de 1995 redondearon su dominio territorial con la toma del enclave de Herat, al noroeste del país.
Tales eran los condicionantes geostratégicos de la región cuando, días después, el 21 de octubre, la compañía estadounidense Unocal firmó en Nueva York un contrato multimillonario con la república centroasiática de Turkmenistán, limítrofe con Afganistán, dentro de una amplia operación comercial que implicaba también a la Delta Oil saudí, para la extracción de crudo de petróleo y gas natural de los yacimientos de Krasnovodsk, junto al mar Caspio: el trazado de un oleoducto y un gasoducto destinados al transporte de combustible hasta Karachi, en el Índico, se acompañaba de una línea paralela de fibra óptica que debía cruzar el territorio afgano bajo control talibán. Se trataba de un trazado forzado por la estrategia estadounidense de ganar terreno a Rusia y aislar a la vecina Irán, república islámica considerada beligerante con Estados Unidos por sus enunciados antiimperialistas, y que por su mayor proximidad a los mares australes sería la salida natural al combustible turkmeno. Ésta es la razón por la cual el monto de la inversión comprometida en el proyecto de dicha infraestructura ascendiera en ese momento a cuatrocientos mil millones de pesetas: la iniciativa sellaba el interés estadounidense en la región, rivalizando así con la pretensión rusa de dirigir el combustible extraído de los campos petrolíferos del Caspio hacia el mar Negro, a través de Irán, un proyecto que determinaba también la política rusa en Chechenia y movía su interés por Tadzhikistán, el bastión centroasiático de Rusia.
En el sur y el oeste de Afganistán, mientras, los talibanes profundizaban en la imposición de la Sharia («Camino», interpretación del Corán realizada por los muftis o doctores de la ley) y el Código Pashtunwali, fundamento de la estructura social de los pashtos y, en último término, de los aspectos más retrógrados de la ley impuesta por aquéllos: entre otras la obligatoriedad de que las mujeres vistan el burka y circunscriban su actividad al ámbito estrictamente doméstico
La estructura del poder talibán se basa en los consejos, integrados por los clérigos u hombres santos (mulás) que dirigen las milicias, y la máxima autoridad de un consejo supremo (shura) asentado en Kandahar, la capital provisional, y dirigido por Mohamed Omar, El tuerto, veterano de guerra que tras perder en 1989 un ojo en combate contra los soviéticos se dedicó al estudio coránico hasta alcanzar la dignidad de mulá. El gran éxito militar de los talibanes se basaba, por otra parte, en su probada rectitud e integridad moral, que allanaba hasta la indefensión la capacidad de resistencia de una población mísera, analfabeta y de cerriles convicciones religiosas, aferrada a un cambio que sólo le es dado imaginar en cuanto reafirmación de las seguridades del pasado frente al amenazador avance de la civilización occidental. En Afganistán, tal amenaza se concretó en los frustrados intentos de modernización impulsados por el régimen comunista frente a las tradiciones tribales de los ancestros y a las creencias no menos arraigadas del Islam, unas limitaciones que, en parte, sólo pudieron ser vencidas en Kabul, donde se dejó sentir el peso de la administración del Estado, la enseñanza superior laica y una incipiente actividad industrial
Los cambios impuestos por los talibanes representarían un adiós a todo eso, que en las horas previas al 27 de septiembre de 1996, fecha de la caída de Kabul en manos rebeldes, provocó el éxodo de cerca de un cuarto de millón de capitalinos que, acompañando al derrocado presidente Rabbani y a su ejército, buscaron refugio en el norte del país. Quienes permanecieron en Kabul debieron someterse a los rigores de la nueva ley, comenzando por el ex presidente Najibullah, que fue sacado de la sede de la misión de las Naciones Unidas, en donde se hallaba refugiado desde 1992, y colgado en la plaza pública con su hermano. La falta de respeto al derecho internacional implícita en dichas ejecuciones fue sólo un episodio más de la violencia extrema dirigida por el orden talibán contra cualquier vestigio o símbolo de occidentalización de la vida cotidiana, saldado en muchos casos con la ejecución sumaria de los infractores de las normas impuestas por los vencedores. Aparte de las ya señaladas para el caso de las mujeres (que debieron renunciar a sus estudios y puestos de trabajo, y a cualquier salida fuera de la vivienda que no fuera en compañía del padre, hermano o esposo), los hombres se vieron obligados a cambiar los vaqueros por el tradicional peraham, dejarse crecer la barba, renunciar al alcohol, hablar únicamente el pashto... La transgresión puede ser castigada con apaleamientos, lapidaciones y ahorcamientos públicos... La llegada de los talibanes a la capital se acompañó, además, de la destrucción de televisores, antenas parabólicas, cadenas de alta fidelidad, ordenadores y cualquier aparato electrodoméstico propio del consumo occidental; se destruyeron cines, cintas de película, vídeos...
La división étnica abierta en 1995 entre el sur, pashto, y el norte, integrado por miembros de las minorías tadzhika, hazara y uzbeka, situaba en 1996 su frontera en el túnel de Salang. La caída de Kabul tuvo, sin embargo, el efecto de unir a todas ellas en la causa común contra los talibanes. El día 8 de octubre el general uzbeko Abdul Rashid Dostum y el depuesto presidente sellaban un pacto al que se sumarían otras fuerzas minoritarias. Al día siguiente el general tadzhiko Ahmed Sha Masud, León de Panshir, comandaría las tropas gubernamentales contra las milicias talibanes, que en su avance se habían estrellado ante la estratégica posición del túnel, llave de entrada al valle de Panshir. Tras sufrir su primera derrota, los talibanes cedían la iniciativa en la guerra civil afgana, que entraba de momento en una fase de desgaste marcada por los avances del frente antitalibán hacia Kabul y el rigor paralizante del frío invernal.
El dramatismo de la larga guerra afgana se extendía, más allá de las fronteras del país, a través de la cotidianeidad de 2,5 millones de refugiados afganos repartidos entre Irán y Pakistán.
La pasividad de Estados Unidos frente a los excesos talibanes la explicaba el periodista español Alfonso Rojo asegurando que «la visión del Islam de los talibanes es la de los saudíes... un Islam ultraconservador, fundamentalista, desprovisto de contenido político y antimoderno: vuelca su energía en cubrir a las mujeres con velos, lapidar a los adúlteros y prohibir la televisión, pero tolera a los norteamericanos y no se opone a que hagan grandes negocios». El comentarista francés André Fontaine denunciaba en octubre, a propósito de la situación creada, que «no cabe duda que los aprendices de brujo de Oriente y Occidente han trabajado muy bien... para cerrar... el círculo tan absurdo como inhumano del integrismo».
[ Vegeu també: La caída del bloque soviético y la postguerra fría / La coyuntura internacional de 1996 / Oriente Medio 2001-2006: el fiasco estadounidense ]
Lluís Cànovas Martí, «Afganistán talibán»Escrit per a l'Anuario 1996 Océano, Editorial Océano, Barcelona, 1997