Las vanguardias musicales del siglo XX

Lluís Cànovas Martí  /  21.5.2002

La ruptura dodecafónica

 La destrucción del concepto de tonalidad, que presidía la música occidental desde el Renacimiento, fue policéntrica y se gestó en la segunda mitad del siglo XIX a través de la indefinición tonal de algunos pasajes de la música de Wagner y Liszt, quienes abrieron el camino a la atonalidad de los maestros impresionistas Debussy y Ravel. Pero el uso sistemático de esa labor demoledora del edificio armónico tradicional empezó en la Viena de comienzos del siglo XX con la obra de Arnold Schönberg (1874-1951), de quien se ha dicho que fue el más subversivo de los músicos de su tiempo, ya que, a diferencia de la mayoría -incluidos Bartók y Stravinsky-, que innovaban dentro de la tradición, él repudiaba profundamente las pautas establecidas.

Aunque las primeras composiciones de Schönberg son las de un epígono del romanticismo wagneriano y evocan la producción coetánea de Mahler o Richard Strauss, muestran una clara voluntad de ruptura respecto a la tradición. Se puede apreciar, por ejemplo, en el poema sinfónico La noche transfigurada (1899), el ciclo de canciones Gurrelieder (1900-1901, que orquestó en 1911) o la Sinfonía de cámara, op.9 (1906), tres obras en las que la progresiva expansión de las técnicas cromáticas y contrapuntísticas demora la resolución tonal a lo largo de períodos cada vez más dilatados en el tiempo. Se trata de un camino de disolución de la tonalidad melódica que en las composiciones para voz conduce casi a la declamación y que, mediante la técnica del sprechgesang, transmite el alma atormentada del artista, elemento capital en la construcción de la estética sonora expresionista que se propone, y que en su caso llega al cenit con la suite Pierrot lunaire (1912).

La atonalidad puesta en práctica en todas estas composiciones es sin embargo de carácter informal: carece aún de un mecanismo de cohesión capaz de proporcionar, como buscaba Schönberg, el sentido último de la composición en cuanto obra de arte «total», empeño al que se entregó en sus escritos teóricos, llamados a revolucionar, tanto como el testimonio de sus composiciones, la creación musical del siglo XX. Ese mecanismo cohesionador aparece por primera vez esbozado en el vals de la Suite, op. 23 (1923), donde la musicología reconoce el empleo, bien que rudimentario, de la primera serie (sucesión de sonidos preestablecida e invariable) por parte del compositor. El desarrollo de ese hallazgo le permitió articular las distintas partes de sus futuras composiciones en un sistema serial que finalmente estructuraría sobre la base de las doce notas de la escala cromática (en la que las distancias de tono desaparecen para construir sólo distancias de semitono): nació así el dodecafonismo. Sus Variaciones para orquesta, op. 31 (1928), constituyen en ese empeño un hito que suele ser señalado como el más representativo del sistema dodecafónico, así como la inacabada ópera Moisés y Aron (1932) su desarrollo de mayor complejidad formal.

La «segunda escuela de Viena»

La mayoría de los grandes maestros contemporáneos contaron con una legión de imitadores, pero ninguno formó escuela. Las enseñanzas de Schönberg fructificarían, por el contrario, en la llamada «segunda escuela de Viena» (por contraposición a la clasicista, de Haydn y Mozart, que fue la primera), donde sus amigos y discípulos Alban Berg (1885-1935) y Anton von Webern (1883-1945) brillan como principales figuras. El lirismo de las composiciones del primero -con obras tan fundamentales como las óperas Wozzeck (1921) y Lulú (1934) o el Concierto para violín (1935)- contrasta con la contención de las del segundo -Sinfonía, op. 21 (1928), Cuarteto, op. 28 (1938), Variaciones para orquesta, op. 30 (1940),...-, en las que juega un papel decisivo el trabajo de síntesis: la concisión de los temas, el silencio como elemento expresivo... resultado de una sobriedad que amplía el camino desbrozado por el sistema del maestro.

Las otras vanguardias

La experiencia de la segunda escuela de Viena mantuvo la continuidad a través de una generación de músicos que reivindicó, sobre todo, la figura de Webern, y que encauzó su actividad a través de los cursos impartidos a partir de 1946 en Darmstadt, auténtico crisol de la vanguardia europea de postguerra: los italianos Luigi Dallapiccola (1904-1975), Bruno Maderna (1920-1973), Luigi Nono (1924-1990) y Luciano Berio (1925), el húngaro György Ligeti (1923), el francés Pierre Boulez (1925), el alemán Karlheinz Stockhausen (1928), el español Luis de Pablo (1930)... Son sólo algunos pocos de los muchos nombres ilustres comprometidos en la aventura. Resulta raro encontrar a algún gran maestro que en algún momento u otro de su carrera no se sintiera atraído por el influjo del serialismo propagado por Darmstadt. El mismo Stravinsky, que nunca acudió a esa ciudad alemana, practicó el orden serial en varias de sus obras -Cantata (1952), Septeto (1953)...-, introdujo el dodecafonismo en algunos pasajes del Canticum sacrum (1956) y del ballet Agón (1957), y acabó asumiendo la totalidad de la escala cromática a partir de Threni (1958).

Aun así, en la historia de las vanguardias aparecen opciones excepcionales, que van por caminos ocultos o paralelos. A veces sin salida o continuidad aparente, como el de Nikolai Rosslavetz, proscrito en la Rusia soviética. Otros, sin embargo, hallaron un eco tardío y acabaron siendo reconocidos: en Estados Unidos, Charles Ives (1874-1954), autodidacta y autor de la pieza maestra La pregunta sin respuesta (1918), cuya figura se agrandaba con el ocaso del siglo XX, o la de su compatriota, aunque de origen galo, Edgard Varèse (1883-1865), cuyas composiciones -Hyperprism (1922), Ionisation (1931)...- recrean un mundo estático, espacial y ajeno a la construcción temática, en el que el contenido melódico lo proporcionan la insistencia en los ritmos percusivos y los agrupamientos de notas repetitivas, y en donde la altura del sonido es tratada como un aspecto del timbre. Se trata de conceptos que en la postguerra iban a ser recuperados por la música electrónica y por la «música concreta» creada a partir de 1948, con ruidos y sonidos pregrabados, por los franceses Pierre Schaeffer (1910-1995), Pierre Henri (1927) y un grupo de técnicos de la RTF, aunque la indiscutible obra maestra de esta corriente se deba también a Varèse y su tardío Déserts (1954), para conjunto instrumental y cinta magnetofónica.

Las innovaciones tecnológicas en general, y más específicamente lo que se ha dado en llamar «la revolución científica» del siglo XX, dieron lugar a nuevas influencias y, como había sucedido con el serialismo, pocos serían los compositores que no tantearon incorporar tales avances, comenzando por la propia vanguardia de Darmstadt: en 1954, Stockhausen compuso los Estudios electrónicos 1 y 2 (1954), fruto de su primera experiencia en la producción electrónica de sonidos, y el greco-francés Iannis Xenakis (1922-2001) proclamaría el fin del serialismo para enunciar una problemática de orden científico con su primera obra, Metástasis (1954), que incorpora como método de composición el cálculo de probabilidades empleado por la teoría cinética de los gases. Sin embargo, como para desmentir aquella proclamación, Boulez, que permaneció fiel a la música como arte de ejecución, compuso al año siguiente una de las piezas capitales del siglo, Le marteau sans maître (1955). Aunque, al cabo, el desplazamiento hacia los nuevos centros de interés fue la tendencia mayoritaria y pareció embargar simultáneamente a los citados maestros italianos.

Pero las excepciones en la evolución de la vanguardia son numerosas: Olivier Messiaen (1908-1992), ligado sucesivamente a los poco innovadores Grupo de los Seis y Jeune France, sobrevivió como individualidad -al disolverse este último tras el estallido de la segunda guerra mundial- cuando supeditó de forma original el dodecafonismo a sus propósitos personales, de signo claramente místico, que se centraban en el interés por el canto llano medieval -presente en las piezas pianísticas Veinte miradas al niño Jesús (1944)-, los ritmos orientales -Sinfonía Turangalila (1948)- o el canto de los pájaros -Catálogo de pájaros (1960)-, con el resultado de una nueva percepción de las estructuras musicales, que, para sus numerosos seguidores, expuso en Técnica de mi lenguaje musical (1944). De gran influencia en sus respectivos ámbitos nacionales fueron, también, otros dos miembros de su generación: el británico Benjamin Britten (1913-1976), autor de la ópera Peter Grimes (1945), y el polaco Witold Lutoslawski (1913-1994), con un más que notable Concierto para violoncelo (1970).

La apertura de la vanguardia histórica toma derroteros diversos: la aleatoriedad, que tiene en El canto de los adolescentes (1957), de Stockhausen, su primera obra maestra, y se extrema, con el estadounidense John Cage (1912-1992), mediante el azar, la casualidad y la indeterminación en obras no meramente «abiertas» a la acción del intérprete, sino manipuladas precisamente para que éste no pueda dirigir la ejecución de forma consciente; el sentido de la provocación, en cierto modo extramusical, como en 4'33" (1954), también de Cage, pieza totalmente silenciosa que ocupa ese tiempo de no-ejecución; la incorporación de materiales de músicas étnicas no europeas usados como fuente de inspiración rítmica y armónica..., son algunos de ellos.

De forma simultánea, el planteamiento de la estética musical como antinomia complejidad-simplicidad condujo en Estados Unidos a la música repetitiva -con Terry Riley (1935) y su In C (1964) en cuanto autor y pieza más representativos- y al minimalismo de Steve Reich (1936) y Philip Glass (1937), desarrollado en buena medida por la manipulación técnica en los estudios de grabación y que acabó en productos comerciales que pusieron en entredicho su pretendido lugar entre la vanguardia, como Music for 18 Musicians (1975), de Reich, y Einstein on the Bach (1975), de Glass, obras plenamente representativas del new age, en las que los cambios rítmicos son los elementos esenciales de la percepción del proceso composicional.

Tras el sarampión vanguardista, que alcanzó hasta bien entrada la década de 1980, el eclecticismo finisecular: las fórmulas vanguardistas pasaron a coexistir con un cierto retorno a los materiales melódicos. Otra corriente, el neorromanticismo de la impropiamente calificada new simplicity, que algunos musicólogos interpretan en clave de postmodernidad, emergía en el cambio de siglo como la última vanguardia: el estonio Arvo Pärt (1935) y el alemán Wolfgang Rihm (1952), sus representantes de mayor altura, se volcaban en la recuperación de materiales del pasado para devolverlos reelaborados a un público nuevo que, lejos de las inquietudes intelectuales que agitaron el siglo, parecían remansarse en la belleza de perspectivas musicales menos comprometidas.

Lluís Cànovas Martí, «Las vanguardias musicales del siglo XX »Escrit per a l'actualització 2002 de la Gran Enciclopedia Interactiva Océano, Editorial Océano, Barcelona, 2002