[ Vegeu també: La guerra y la revolución española / Travestismo franquista (1): fundamentos ideológicos del demofascismo español / Travestismo franquista (2): de la dictadura a la inacabable transición ]
Memoria y olvido seguían siendo, al cabo de sesenta años, los términos del binomio en que se barajaba la asunción de aquella realidad histórica que, con la fuerza de un mito secular como pocos, movió a toda una generación, no sólo en España, sino en el mundo entero. El fallido golpe militar del 18 de julio de 1936 contra la II República española derivó en guerra civil en el frente, y en revolución y contrarrevolución en las retaguardias, para imponer finalmente la realidad de un régimen dictatorial que sólo iba a resquebrajarse cuarenta años más tarde, tras la muerte del general Francisco Franco.
La conveniencia o la inoportunidad de rememorar tales hechos constituía, más allá de la invocación a los demonios de una lucha que con evidente voluntad reconciliadora fue calificada de «fratricida», un debate esencialmente político que afectaba a la esencia de los pactos suscritos por las distintas fuerzas políticas en las postrimerías de la dictadura y durante la transición al régimen democrático que cobró carta de naturaleza con la Constitución de 1978: de donde las reticencias que el tema del 18 de julio suscita, porque el consenso alcanzado en España respecto al sistema político era casi absoluto y no estaba en el propósito de nadie, o casi nadie, poner en duda su legitimidad.
El historiador Santos Juliá aprovechaba la efemérides de 1996 para salir al paso de las críticas que, diez años antes, mereció una supuesta «conjura de silencio» del gobierno socialista en el quincuagésimo aniversario del estallido de la guerra: «es una especie de fatalidad afirmar que la guerra civil es el acontecimiento de nuestra historia con más toneladas de libros publicados y denunciar a la vez el olvido en que habría caído como resultado de un pacto de silencio sellado durante la transición por desaprensivos ladrones de la memoria colectiva». Para él el debate se centra en el terreno básicamente historiográfico y ha sido alentado con toda suerte de medios durante la democracia, mientras que el debate político se sustanció «en los medios de la oposición a la dictadura» a través de los «sucesivos pactos en los que invariablemente se incluía la amnistía y la renuncia por ambas partes a las represalias». Dicho debate político habría quedado liquidado, «recién terminada la II Guerra Mundial», no como consecuencia de un olvido, sino por una sobreabundancia de memoria.
Tal parecía ser el sino del aniversario de un acontecimiento histórico que marcó las vidas de tantas generaciones y que de nuevo en 1996 pasaba casi por alto, acaso porque resultaba «impracticable» su celebración.
En esta oportunidad, sin embargo, aquellos estudios que abundaron en el tema de la guerra civil, no más numerosos tal vez que otros años, merecieron ser recogidos en capítulos exclusivos que realzaban la solemnidad del acontecimiento: Franco, la obra biográfica del historiador Paul Preston, aunque aparecida el año anterior, ocupaba un lugar preferente; Dafving Male Civilization: Women in the Spanish Civil War, de la historiadora feminista irlandesa Mary Nash; La guerra civil. Una nueva visión del conflicto que dividió España, de Stanley Payne y Javier Tusell; La perfidia de Albión, de Enrique Moradiellos, con todos los papeles del Foreign Office sobre la No Intervención. Más oportunista desde el punto de vista editorial, Plaza & Janés publicó tres libros: el volumen enciclopédico ilustrado Crónica de la guerra civil española, el Diario de la guerra de España, de la aristócrata profranquista británica Priscilla Scott-Ellis, y el Anecdotario de la guerra civil española, de Fernando Díaz Plaja.
El mayor protagonismo fue, sin embargo, para dos películas: Tierra y libertad y Libertarias. La primera, obra del trotskista británico Ken Loach estrenada el año anterior, tuvo excelente acogida de crítica y público, que vibraron ante una versión de la revolución en el bando republicano ajena a cualquier concesión comercial. La otra se debió a la mano del maestro Vicente Aranda, que empleó todos sus recursos en la versión épico-lírica, es decir, idealizada, de la participación de un grupo de mujeres anarquistas en aquella frustrada revolución. Si el historiador Antonio Elorza calificó de «panfleto» la primera, su colega Hugh Thomas admiraría en la segunda «uno de los pocos intentos de la historia del cine de mostrar una discusión política auténtica sobre una cuestión de principios», el tema de las colectivizaciones. En general, el juicio de los especialistas fue que ni una ni otra consiguieron situar la historia «en el contexto adecuado».
La distancia real entre aquellos hechos y la España democrática permitió sin mayores problemas tales digresiones, impensables años antes, cuando eran habituales las referencias de nuestros pensadores al mito «de las dos Españas» enfrentadas. Eso explica que, en plena «crispación» política de 1995, el Congreso aprobara sin embargo por unanimidad una proposición por la que se otorgaba la nacionalidad española a los pocos centenares de miembros de las Brigadas Internacionales supervivientes: el pragmatismo no buscaba la confrontación en la historia. Se trataba del mismo pragmatismo que, en aras de los recortes presupuestarios, sacrificó en 1996 las asignaciones previstas para el viaje conmemorativo de aquel reconocimiento en el aniversario del
18 de Julio. Memoria y olvido se aunaban una vez más. |