Soprano española, una de las voces líricas más importantes del país. Fallecía el 2 de junio en Berlín, donde durante más de tres décadas fue una de las máximas estrellas de la Deutsche Oper de la ciudad.
Nació en Zaragoza el 16 de enero de 1928, como Lorenza Pilar García, en una familia pobre y desdichada marcada por la afición a la bebida del padre, quien habría de morir alcohólico y aún joven, cuando ya se había consumado la separación del matrimonio. La niña creció así al cuidado de la madre, que se ganaba la vida cosiendo en inacabables jornadas de aguja y dedal en la misma casa. Pilar, con apenas siete años de edad, se inició al canto en el coro del colegio, y bien pronto destacaría como solista, en canciones religiosas bajo el acompañamiento del armónium de la iglesia, al que la encaramaban para potenciar un protagonismo que contrastaba con su menuda figura. Su precocidad la convirtió pronto en habitual del programa «Ondas infantiles» de Radio Zaragoza. Sobre los trece años, la casualidad vino a allanarle el camino de la música: su madre había decidido vestirla de organza para la solemne ocasión de una gran gala escolar en el Teatro Principal de la ciudad y, como buena parlanchina, la mujer, orgullosa de la hija, dio pábulo del suceso a la dependienta de la casa de telas, que resultó ser profesora de música y pluriempleada, Margarita Martínez, quien con su hermana Lamberta, también en eso de la enseñanza musical, le dio las primeras lecciones de piano y canto, sin cobrarle un céntimo en atención a las circunstancias económicas de la locuaz señora y las buenas dotes que demostró la niña. Corría 1941 y, en esos años de postguerra, ese tipo de cosas no resultaban extraordinarias en una ciudad marcada por la protección de una Virgen que acababa de obrar el milagro de las bombas rojas arrojadas al Pilar como confites.
Buscaron madre e hija, sin embargo, otros lares, y pasó Pilar la adolescencia entre varias ciudades. Barcelona, una de ellas, donde ingresó en el Conservatorio municipal. Pero se instalaron a la postre en Madrid, que en 1948 sumó la ventaja de una oferta radiofónica en la cadena SER, en donde pasaría a interpretar romanzas de zarzuela y estándares de música ligera en el programa «Sábados musicales» que dirigía el maestro Tejada. Compatibilizó dicha actividad con empleos varios: aprendiz con un sastre, vendedora de zapatos y, sobre todo, cantante en los «cafés-cantantes», pese a la mala reputación de que en la época gozaban esos locales de los ambientes nocturnos, a cuyo «veneno del humo aspirado» culparía años más tarde de sus ocasionales problemas de voz. El dinero que reunía en tales actividades lo destinaba a pagarse los estudios, en especial las clases con la ex cantante Ángeles Otein, su profesora particular al margen del conservatorio.
La primera oportunidad realmente profesional se le presentó de la mano del maestro Jacinto Guerrero, quien en 1951 la contrató para su compañía de zarzuela. Empezó, como segunda, en Toledo con El huésped del sevillano, y meses después, tras la muerte de Guerrero y el consiguiente rifirrafe en la compañía, debutó como principal en El canastillo de fresas, compuesta por el maestro poco antes de fallecer. En esa época decidió adoptar el nombre artístico, apócope del suyo propio, por el que iba a ser conocida. De aquel estreno póstumo escribió el crítico Antonio Fernández-Cid, como una sentencia: «en el reparto, copioso, destacó Pilar Lorengar... El porvenir de esta soprano resulta envidiable».
Un ramillete de grabaciones discográficas de zarzuelas, las más de las veces con la Orquesta Nacional de España bajo la batuta de Ataúlfo Argenta, la inmortalizaron en los años siguientes bajo el sello Columbia en repartos compartidos con Teresa Berganza, Manuel Ausensi o Miguel Ligero, como primera figura de un «género chico» del que no habría de renegar nunca: La verbena de la Paloma, Katiuska, Los cadetes de la reina, Maruxa, Jugar con fuego o La del manojo de rosas, por citar algunas obras, amplificaron sus éxitos conseguidos en escenarios tan entrañables como el de La Corrala, bajo dirección escénica de José Tamayo. Mejoró su situación económica, estudió idiomas, perseveró con la Otein... La popularidad del momento la llevó al cine, con dos películas, Último día y Las últimas banderas, con Antonio Román.
Proporcionóle el salto internacional su interpretación del Réquiem de Brahms, con Argenta y la Orquesta Nacional de España, en París. De ahí surgió la posibilidad de interpretar el papel de Cherubino en Las bodas de Fígaro, de Mozart, durante el Festival de Aix-en Provence de 1955. No había de interpretar más dicha ópera, pero le llovieron de inmediato los contratos: ese mismo año, fue la Rosario de la ópera Goyescas, de Granados, en el Town Hall neoyorquino, y la Violetta de La traviatta, de Verdi, en el Covent Garden londinense. Un itinerario que dibujaba la versatilidad de su repertorio, en el que, sin embargo, Mozart siempre habría de ocupar un lugar destacado: en 1957 cantó en el papel de Pamina La flauta mágica en el Festival de Glyndebourne. Fue otro peldaño decisivo, pues el intendente de ese festival británico, Karl Evert, lo era también de la Ópera de Berlín, hecho que determinó su posterior contrato con la prestigiosa compañía: fue en noviembre de 1958, en principio por un año, y comenzó con los ensayos de Las bodas de Fígaro en versión alemana, aunque las dificultades de la cantante con el alemán aconsejaron renunciar al intento, y debutó con la compañía en el oratorio Carmina Burana, de Carl Orff, cuyos versos latinos se adaptaban mejor a sus posibilidades del momento.
Echó raíces definitivas en Berlín por un empaste dentario: debía recomponerse la boca y dio la casualidad para la faena con el odontólogo Jürgen Schaff, con quien al año siguiente, 1960, se casó en Halisban, al sur de Inglaterra.
Se integró de forma definitiva en la compañía en 1959. Recorrió el mundo y se le abrieron los principales escenarios. Algunos de sus debuts memorables fueron: Salzburgo, en 1961, con un recital de zarzuela junto a Plácido Domingo; el Metropolitan de Nueva York, en 1966, en el papel de la doña Elvira de Don Giovanni; al Liceo no llegó sino muy tardíamente, en 1986, y fue interpretando la Elsa de Lohengrin. Dominaba sin problemas el alemán de hacía años y, en su extenso repertorio, figuraban desde el Orfeo de Gluck a la Lulú de Alban Berg. En su palmarés se contabilizaban todos los grandes directores de orquesta: Georg Solti, Lorin Maazel... «con la excepción, por desgracia, de Karajan», como ella misma observaba en el momento de su retirada.
Abandonó la compañía en enero de 1991, cuando decidió dejar la escena: «He querido siempre poner un tope a mi carrera. No esperar a que me retiren... no quiero volver a ponerme una peluca», explicó entonces. Aunque, al parecer, pesó decisivamente el hecho de que se le había detectado el proceso canceroso que la había de llevar a la muerte. Ese mismo año recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, junto a sus compañeros de profesión Victoria de los Ángeles, Berganza, Caballé, Carreras, Domingo y Kraus. Continuó, sin embargo, con los conciertos, trabajando con su pianista, Miguel Zanetti, en los recitales de arias. El último de ellos tuvo lugar en el Teatro de la Zarzuela de Madrid y fue recogido en el disco titulado significativamente Los adioses. |