Las circunstancias políticas determinan, más que en otras literaturas de lenguas minoritarias, la marcha de las letras vascas. En los años setenta, tomó cuerpo una novela de tipo alegórico, surgida para burlar la censura franquista, que tuvo en Anjel Lertxundi (Ajea du Urturik, «La preocupación de Urturi», 1971) y Mikel Zárate (Haurgintza minetan, «Dolores de parto», 1973) a sus autores más representativos. El tránsito del primero por el realismo mágico y el neorrealismo (Goiko kale, «La calle de arriba», 1973) denotaron una versatilidad que se hizo más patente con Carla («Carla», 1989), donde, con un estilo próximo a Musil y Roth, abandona los temas rurales para situar la acción en el medio urbano: una característica común a la novela vasca de finales del siglo XX. En otra vuelta de tuerca estilística, en 1994 Lertxundi muestra un afán experimental (Otto Pette: hilean bizian bezala, «Las últimas sombras») que lo erige en una de las primeras figuras de la literatura vasca actual. Desde 1983, en que se promulgó la Ley del euskera, el renacimiento literario vasco se dejó sentir, sobre todo, en el ámbito de la enseñanza escolar, que amplió el número de lectores potenciales y dio lugar a una importante literatura infantil y juvenil que tiene sus mayores exponentes en Mariasun Landa (Txan fantasma, «Chan el fantasma», 1984), Juan Cruz Igerabide (Begi-niniaren poemak, «Poemas para la pupila», 1995; Neskatxa telepática, «La niña telepática», 1996) y Patxi Zubizarreta (Eztia eta ozpina, «De hiel y de miel», 1995; Gizon izandako mutila, «El chico que fue hombre», 1996). También cultivan ocasionalmente el género escritores como Xavier Mendiguren Elizegi (Patakon,1992, y Obsexuen kluba, 1997), Hasier Etxebarria (Inesaren balada, «La balada de Inés, 2002) y Bernardo Atxaga (Memorias de una vaca, 1991), quien desde que en 1988 consiguió el premio nacional de Literatura con Obabakoak («Los de Obaba») goza de la consideración de ser el autor vasco más importante. Más allá del ámbito juvenil, es un lugar común la afirmación de que la literatura vasca depende de un lector cuyo perfil no está aún definido y que, en cualquier caso, es muy minoritario. De ahí que el lanzamiento de las obras de algunos autores consagrados, como es el caso de Atxaga, traducido ya a 18 idiomas, se haga a menudo en castellano, como sucedió con sus otras dos obras más conocidas: El hombre solo (1993) y Esos cielos (1996). Ambas novelas forman parte, junto a Gisona bere bakardadean («El peso del pasado», 2000), del mismo Atxaga, de lo que se ha calificado de «nuevo giro hacia el realismo»: una corriente en la que la temática de la violencia suele presentarse a través de la problemática de los etarras reinsertados a la vida civil. En la misma corriente se inscriben también los citados Mendiguren Elizegi ( Gure barrioa 1975, 1998) y Etxeberría ( Mugetan, 1988), quienes, al igual que Atxaga, han sido emparentados con el «realismo sucio» de Raymond Carver. Más allá del nuevo realismo de los años noventa, el peso de la novela histórica es muy grande. Destacan Joan Mari Irigoien, con el ciclo carlista ( Hausa eta maitemina, «La tierra y el viento», 1980; Babilonia, «Babilonia», 1989) y Lurbat haratago («Una tierra más allá», 2002), que es la novela más extensa escrita en euskera; Edorta Jiménez, que firma con el pseudónimo de Omar Nabarro (Azken fusila, «El último fusil», 1993), y algunos cuentos de Aingeru Epaltza. Suele aceptarse que el movimiento renovador de la novela tiene como referencia a Ramon Saizarbitoria, quien en 1969 abordó en Egunero hasten delako («Porque comienza todos los días») una renovación técnica y temática que lo convierte en autor de culto. Su Gorde nazazu lurpean («Guárdame bajo tierra», 2000) fue galardonado en 2001 con el premio Euskadi. En 2002 el autor novel Unai Elorriaga (nacido en 1973) dio la campanada al conseguir el premio nacional de Narrativa con Sprako tranbia («Un tranvía en S.P.», 2001). |