Los intereses de las monarquías absolutas dieron alas a un militarismo exacerbado que hizo del siglo XVII uno de los más violentos de la historia y sumió a Europa en una cadena de guerras que se solaparon para dejar entre sí apenas cuatro años de paz. Además de la guerra de los Treinta Años, se sucedieron en su transcurso las guerras británicas, los conflictos bilaterales Inglaterra-Provincias Unidas, Francia-España, Dinamarca-Suecia, Venecia-imperio otomano. y ese balance bélico, unido a la depresión económica y las pestes de 1628-1630 y 1720 (la última de las europeas), creó en los coetáneos una conciencia particularmente dramática de vivir un «siglo de hierro», como lo ha calificado la historia. En conjunto, las contiendas movilizaron entre diez y doce millones de soldados: voluntarios reclutados mayoritariamente en los pueblos pastores subalpinos, entre las capas marginales de las poblaciones urbanas y sobre los mismos escenarios bélicos. La mortandad en el campo de batalla se multiplicó por la mayor eficacia de las armas de fuego (el vaciado del hierro redujo su peso y aumentó su precisión, al tiempo que se extendía el uso masivo de la artillería e introducían el mosquete de chispa y la bayoneta) y por la correspondiente adecuación de las tácticas de combate (con el relevo en el disparo de las sucesivas alineaciones de mosqueteros, que mantenían la cadencia de fuego), factores que causaban la muerte anual de una cuarta parte de los combatientes.
Una parte sustancial de las tropas regulares modernas estaban integradas por extranjeros, porque ningún país contaba con el potencial demográfico suficiente para satisfacer las necesidades de reclutamiento a que la envergadura de las campañas y la reposición de las bajas obligaba, y porque dichas tropas mercenarias eran la última garantía absolutista frente a eventuales rebeliones de sus propios súbditos. En contra de esta tendencia general, Finlandia y Suecia armaron a comienzos de siglo unas pocas unidades exclusivamente nacionales mediante un sistema de levas que (a pesar de recaer sobre el campesinado, debido a las exenciones contempladas) se adelantaba a los tiempos en el establecimiento de fórmulas de servicio militar obligatorio.
La pobreza general de los años centrales del siglo XVII (que a un tiempo sostuvo y fue sostenida por el sistema militar) contrastaba con la vida lujosa de la realeza y de los estamentos nobiliarios. Éstos fueron los primeros beneficiarios del proceso de refeudalización que se arbitró en el campo (mediante la actualización de viejos derechos señoriales) para mantener las antiguas rentas, y de cuyo descenso se resarcían también, por otra parte, con las prebendas que dispensaban la pertenencia a la Corte, los puestos burocráticos en la administración o los empleos de oficial del ejército, y en general la concesión regia de toda suerte de pensiones y dotaciones: métodos habituales que, sobre todo en la Francia de Luis XIV (1661-1715), compitieron con los costes de la guerra en la redistribución de la renta arrancada en impuestos a la tierra.
El orden europeo establecido por los tratados de Westfalia (1648) y de los Pirineos (1659) consagraron la existencia de una Renania atomizada que favorecía dos ambiciones francesas: extender más allá del Rin sus «fronteras naturales» (doctrina formulada años antes por Richelieu para recuperar las de la antigua Galia) y acceder al trono de España esgrimiendo los derechos derivados del matrimonio del monarca galo con la infanta María Teresa. Ambas metas orientaron la política exterior del Rey Sol tanto como la aplicación de las doctrinas mercantilistas de su ministro Colbert (1661-1683), centrada en la producción manufacturera y los logros colonialistas de la marina mercante. Si el carácter ocasional de la Triple Alianza (1668) y de la Gran Alianza de La Haya (1674) tuvieron que ceder ante la superioridad militar francesa, las que encabezó la Inglaterra revolucionaria de 1689 acabaron imponiendo en Ryswick (1697) la restitución de todas las conquistas territoriales galas, salvo en Alsacia. Por su parte, la política económica del colbertismo sucumbió al ciclo económico, pero contribuyó en Luisiana al poblamiento de América del Norte, al desarrollo de las Antillas y a instalar factorías en las Indias orientales. La última baza para arrumbar la crisis de esa decadencia francesa fue la muerte del último Austria español, Carlos II (1700), que hizo de España y su importante imperio un objetivo que iba a dirimirse en la guerra de Sucesión. |