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Más de cien mil estudios y publicaciones sobre la segunda guerra mundial convierten a ésta en el tema estrella de la historiografía de todos los tiempos. No en vano las consecuencias de los acontecimientos de 1939-1945 marcaron, y siguen marcando, la vida de las generaciones posteriores. Aun así, el conocimiento que de aquella tragedia bélica poseen las gentes es escaso, las más de las veces reducido a la información fragmentaria que proporciona la industria cinematográfica, fuente de una imagen popular del conflicto basada en la óptica de los vencedores y sometida a la inevitable parcialidad de los objetivos de entretenimiento y rentabilidad que la instruyen como espectáculo. Por ejemplo, entre los mitos consagrados por Hollywood sobresale la creencia de que el curso de la guerra lo decidió el desembarco aliado en el sur y el oeste de Europa; se trata de una interpretación que desmienten los estudios militares y geoestratégicos, coincidentes al señalar que la suerte de la guerra se decidió en el frente este, con el derrumbe alemán ante el ejército rojo. Pero este punto de vista fue rigurosamente excluido de un mundo occidental que, tras la derrota alemana, quedó sumergido en los imperativos propagandísticos de la guerra fría.
Al buscar los antecedentes a la crisis de 1939, la mayoría de estudios se remontan a la primera guerra mundial: tras derrotar a las potencias del Eje, los aliados no habrían sabido imponer a Alemania las condiciones de una paz que (más allá de los términos del Tratado de Versalles de 1919) la contuviera en sus aspiraciones a gran potencia y la hiciera desistir de cualquier veleidad anexionista. Por el contrario, Alemania, que en virtud de aquel tratado había perdido una octava parte de su territorio nacional y el diez por ciento de su población, emprendió una carrera de rearme imparable que fue paralela a la concentración de poderes que acumulaba Hitler y que se dirigía a la creación de un «espacio vital» expansivo en el que prevaleciera un orden subordinado a principios de ideología racial.
Junto a este replanteamiento del espacio centroeuropeo, había otros dos focos de tensión: el Mediterráneo, donde, desde la conquista de Abisinia, la Italia fascista reivindicaba asimismo un espacio vital a su medida, y Extremo Oriente, donde Japón (país con la mayor densidad de población del mundo), tras conquistar Manchuria (1931), insistía en el dominio territorial de China, una presa que había acariciado durante la contienda y cedido a regañadientes en virtud de los acuerdos de Washington (1921-1922).
En el equilibrio inestable del orden de Versalles, se impuso una política de avestruz basada en la contemporización. La Unión Soviética, presionada por lo que denominaba «cerco imperialista», optó por suscribir pactos bilaterales de no agresión con sus vecinos que la preservaran de una eventual coalición en su contra (el más decisivo, con Polonia, en 1932). Las potencias europeas pasaron por alto la anexión de Austria al Reich (marzo de 1938), considerada como un asunto interno alemán, y negaron la ayuda defensiva a Checoslovaquia, colocada ante el brete de ceder al Reich la región de los sudetes (minoría de lengua alemana), con el reconocimiento de la Conferencia de Munich (septiembre de 1938), que finalmente no evitó la invasión alemana del resto del país (marzo de 1939). Coronó la política de contemporización y desistimiento ante Hitler el pacto de no agresión germano-soviético (agosto de 1939), que aseguraba la neutralidad soviética ante un ataque a Polonia. Sólo cuando los alemanes cruzaron el 1 de septiembre de 1939 la frontera polaca, declararon Gran Bretaña y Francia la guerra a Alemania y comenzó la fase europea de la segunda guerra mundial. En 1940 tuvo ésta como hitos la ocupación alemana de Noruega y Dinamarca (abril), Holanda y Bélgica (mayo) y la mitad norte de Francia (junio), mientras la marina alemana trataba de colapsar en el Atlántico el comercio británico. Fracasó Alemania en el propósito de invadir Gran Bretaña, pero Italia extendió el escenario bélico a Libia y en octubre ocupaba Grecia...
La guerra entró en una fase determinante cuando la estrategia «relámpago» empleada por Alemania en la apertura de un segundo frente contra la Unión Soviética (junio de 1941), no se resolvió en las tres semanas previstas y abocó a una guerra de desgaste.
Tras el ataque japonés de Pearl Harbor (diciembre), la entrada de Estados Unidos en el conflicto y la guerra en el Pacífico: nuevo escenario de una lucha igualmente de desgaste a la que puso fin la capitulación nipona tras las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki (agosto de 1944). A diferencia del orden de Versalles, el nuevo orden establecido en Yalta y Potsdam (febrero y agosto de 1945) tras la capitulación, iba a quedar garantizado por la amenaza del arma atómica.
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