La guerra y la revolución española

Lluís Cànovas Martí  /  6.2.2003

[ Vegeu també: 18 de Julio: memoria y olvido / Travestismo franquista (1): fundamentos ideológicos del demofascismo español / Travestismo franquista (2): de la dictadura a la inacabable transición ]

Es un lugar común de la historia la afirmación de que la guerra civil española (1936-1939) fue el prólogo de la segunda guerra mundial, y que sirvió de banco de pruebas para el armamento y las tácticas que iban a ser empleados, casi sin solución de continuidad, en los escenarios bélicos europeos de 1939-1945. Al respecto, se subraya el empleo, por primera vez, de la aviación en los bombardeos masivos contra poblaciones civiles (que tuvieron sus episodios más relevantes en los que sufrió Barcelona y en el arrasamiento de Guernica por la Legión Cóndor alemana), práctica que luego, durante el conflicto europeo, sería habitual entre los contendientes de ambos bandos (con el emblemático arrasamiento de Dresde llevado a cabo por las aviaciones estadounidense y británica al final de la guerra, cuando ya el Tercer Reich se desmoronaba).

El apoyo de la Alemania nazi y la Italia fascista a los militares españoles que en 1936 se rebelaron contra la Segunda República era, efectivamente, una consecuencia del clima prebélico general que vivía la Europa del momento. La confrontación política en la España republicana había centrado ya por este motivo, desde el comienzo, la atención de todo el mundo, y con más razón de la izquierda y de una intelectualidad occidentales atraídas por la experiencia del gobierno del Frente Popular, que (adelantándose algunos meses a la experiencia homónima del gobierno de Francia) trataba de impulsar una arriesgada experiencia democrático-liberal en un país marcado por el atraso secular, la coyuntura adversa de la Gran Depresión, las especificidades nacionales pendientes de solución institucional (especialmente las de Cataluña y Euskadi) y una polarización social a todas luces explosiva. Tras el aplastamiento de las fuerzas obreristas alemanas e italianas, España aparecía en numerosos medios como nueva referencia de una revolución mundial condenada al fracaso por la decisión estalinista de supeditar a los intereses prioritarios de la Unión Soviética cualquier iniciativa obrera que se apartara del esquema trazado (sentencia ejecutada a machamartillo por las secciones nacionales de la Tercera Internacional, embarcada ésta en la estrategia frentista). Escapaba en parte a este control España, donde los partidos comunistas (PCE, fundado en 1921, y su equivalente catalán, PSUC, fundado en 1936) tenían al comienzo de la guerra escasa influencia.

Contra la amenaza que suponía el avance general del fascismo europeo (el cual en España, aparte de la minoritaria Falange Española, contaba con las simpatías de la CEDA, fuerza mayoritaria de la derecha parlamentaria), la CNT, central anarco-sindicalista hegemónica en la industria y en el campo, proponía la revolución social como garantía frente a los males que se avecinaban. Esa estrategia preventiva la definió el anarquismo español en su Congreso de Zaragoza (mayo de 1936) siguiendo a pie juntillas su doctrina: la proclamación del comunismo libertario mediante el arma de la huelga general insurreccional. Pero sucedió que se les adelantaron los militares y, al día siguiente (18 de julio), las condiciones en que tuvo que desenvolverse la revolución fueron ya las que impuso la guerra, las limitaciones de la «no intervención» pactada por Europa y las divergencias en las filas republicanas.

En este bando, la disyuntiva entre guerra y revolución fue uno de los grandes temas de debate. En la práctica se trasladó al que opuso a las milicias (constituidas en los primeros días) la conveniencia del Ejército Popular (instrumento que finalmente dio la dirección de la guerra a los comunistas), y a la obra revolucionaria de los anarquistas el argumento de la inoportunidad de las colectivizaciones agrarias, impuestas por los milicianos en el frente de Aragón (desmanteladas por la 11 división que comandaba Líster) y por los sindicatos en la industria de la retaguardia. En parte porque la experiencia española no pudo dejar indiferente a nadie, la historiografía se suele retroalimentar del cúmulo de posturas ideológicas y políticas encontradas en aquella compleja situación. Apasionadas suelen ser las tomas de posición respecto a la misma definición de lo acontecido, y sus interpretaciones, a menudo planteadas en términos similares a los de sus protagonistas, expresan toda la fuerza del mito: el pueblo en armas, desmentido por la realidad de que fueron apenas un escaso centenar de arrojados sindicalistas los que el primer día frenaron la sublevación militar en Barcelona; la obra colectivizadora, que con ser importante no oculta su proximidad con la experiencia autogestionaria de la Yugoslavia socialista en la inmediata postguerra; ese millón de muertos que los estudios demográficos rebajan a poco más de trescientos mil..., mitos épicos de la tragedia republicana que tras el triunfo de los militares rebeldes crecieron en el campo abonado de la dictadura de Franco.

[ Vegeu també: 18 de Julio: memoria y olvido / Travestismo franquista (1): fundamentos ideológicos del demofascismo español / Travestismo franquista (2): de la dictadura a la inacabable transición ]

Lluís Cànovas Martí, «La guerra y la revolución española»Prefaci al volum 30 de la Historia Universal Larousse, RBA Editores/Spes Editorial, Barcelona, 2002-2003