Treballadors congolesos de l'empresa Whittaker, subcontractada per la belga Unió Minera de l'Alta Katanga (UMHK), són fotografiats per «raons científiques» abans de l'ingrés hospitalari que els permetrà reincorporar-se a la feina (desembre de 1926)
Lluís Cànovas Martí / 20.1.2003
Una corriente revisionista recorre la historiografía sobre la fase de expansión colonial que protagonizó Europa en la segunda mitad del siglo XIX: si durante décadas los historiadores subrayaron los excesos racistas de los colonizadores y la sobreexplotación sufrida por los indígenas colonizados, en los albores del siglo XXI emergía una corriente de investigación decidida a contrapesar aquella visión (que algunos autores consideran ahora parcial y ha llegado a ser calificada de auténtica «leyenda negra») con otra que hace hincapié en los beneficios que de la colonización obtuvieron los países a ella sometidos.
No es casual que uno y otro punto de vista se forjaran en coyunturas históricas en las que la aceleración del cambio en el sistema mundial se integraba en un nuevo orden que se decía más igualitario, que había que explicar (y en cierta medida justificar) más allá de la inmanencia ideológica de las posiciones esgrimidas. En realidad, buena parte de aquella primera visión (de tintes eminentemente humanistas, favorecidos por la mala conciencia europea) se forjó durante el intenso período descolonizador registrado en los años sesenta del siglo XX, en pleno auge de los movimientos de liberación nacional y de conversión de las estructuras y doctrinas coloniales a lo que pronto se conoció como neocolonialismo. El cambio de una a otra situación se establecía sobre la igualdad teórica proporcionada a los nuevos estados soberanos por el derecho internacional: pero exigía el reconocimiento previo de los anteriores abusos, tarea en la que los historiadores occidentales fueron a coincidir con sus colegas de los países que acababan de acceder a la independencia. La segunda visión trata de maquillar el rostro del colonialismo decimonónico alzando en nuestros días la voz sobre el ruido de fondo de una globalización económica que, pese a sus enunciados de prosperidad, mantiene a los países periféricos del sistema en una subordinación práctica que no les permite superar las anteriores dependencias: en ausencia de mejores perspectivas, ¿se intenta fundamentar las esperanzas de progreso global en unos precedentes históricos que no serían tan deleznables como se creía?
Los argumentos de fondo de esa revisión tienden a priorizar los argumentos ideológicos sobre los económicos. La unanimidad respecto a los beneficios arrancados a las colonias africanas se relativiza en la consideración de que la mayoría de ellas no eran rentables porque la administración colonial implicaba enormes desembolsos presupuestarios: una situación que restañaría el neocolonialismo del siglo XX, que mantuvo el acceso a los mercados de materias primas, pero revirtió en las nuevas administraciones aquellos costes de mantenimiento. Según ese balance, las colonias aseguraban el prestigio de las metrópolis, mientras que aquellos países que no las poseían quedaban relegados a desempeñar papeles secundarios en el concierto mundial, y satisfacían exigencias geoestratégicas, en la medida que proporcionaban materias primas y los apoyos logísticos necesarios al tráfico comercial.
Al margen de semejante debate, subsiste un amplio terreno de consenso: el hombre ilustrado del siglo XIX percibía la colonización como un movimiento civilizador que exportaba el progreso de Occidente al resto del mundo, supuestamente detenido aún en la barbarie; la ideología racista fue un vector del colonialismo que cobró vuelos con la difusión de obras como Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1855), de Gobineau, y El origen de las especies (1859), de Darwin, en este caso por la vía de una vulgarización que dio alas a un darwinismo social ajeno a las conclusiones del autor; otro factor incuestionado es el peso que en la marcha del proceso tuvo la opinión pública (fascinada por el testimonio de científicos, misioneros y aventureros que en sus correrías proporcionaron los temas de una literatura de notable recepción en las metrópolis). No alcanza el consenso a la conclusión etnocéntrica de que los países coloniales se habrían beneficiado de unas inversiones en infraestructuras, sanidad y educación que, aunque mínimas, permitieron que una minoría autóctona accediera a ese progreso que los apologetas de la civilización occidental proponían para el orbe.
La carrera por la adquisición de territorios coloniales en África se aceleró en 1876, tras la creación de la Asociación Internacional, que presidía Leopoldo II de Bélgica. Llegó al límite cuando el II Reich alemán (recién constituido en 1871) declaró sus aspiraciones expansionistas. El peligro bélico lo ahuyentó de momento la Conferencia de Berlín (1884-1885), que estableció el reparto colonial del continente.
Lluís Cànovas Martí, «El colonialismo»Prefaci al volum 25 de la Historia Universal Larousse, RBA Editores/Spes Editorial, Barcelona, 2002-2003