Fris romà del segle III que reprodueix les façanes d'alguns edificis emblemàtics de la Roma imperial
Lluís Cànovas Martí / 22.7.2002
Los grandes imperios de comienzos del milenio quedaron sumidos en el siglo III en una profunda crisis: se fragmentó el Imperio Decán en la India y se extinguió la dinastía de los Han (hecho que marca la entrada en la Edad media china), mientras en Roma la etapa de desgobierno que siguió a los asesinatos de Cómodo y de su sucesor, Pertinax, derivaba en pugna entre tres emperadores proclamados casi a un tiempo por las legiones de los distintos frentes. Acabó imponiéndose el candidato de las legiones de la Panonia inferior, Septimio Severo (193-211), quien fue aclamado también por las tropas de la frontera germana.
Severo fue el fundador de una dinastía a partir de la cual la dependencia de los monarcas romanos respecto del estamento militar determinó el fortalecimiento del absolutismo imperial, rayano a menudo en el despotismo. La inestabilidad de la fórmula quedaría demostrada por el hecho de que en medio siglo se sucedieran 39 emperadores, 33 de los cuales murieron asesinados: la dinastía severiana, por ejemplo, se extinguió con el quinto de sus monarcas, Severo Alejandro (222-235), al ser asesinado con su familia por sus tropas cuando trataba de alcanzar un acuerdo con los pueblos germanos que amenazaban las fronteras del Rin y del Danubio en el momento en que el grueso de las legiones romanas se concentraba en Oriente.
El trágico fin de dicha dinastía y el encumbramiento al solio imperial de uno de los soldados amotinados, Maximino el Tracio (235-238), marcan el comienzo de una etapa dominada por el ascenso de miembros de las provincias menos romanizadas e ilustra la tensión producida por la embestida de los pueblos «bárbaros» sobre las fronteras del imperio: las occidentales fueron especialmente amenazadas durante el reinado de Aureliano (270-275), en que se llegó a temer por la seguridad de la misma Roma; mientras tanto, en Oriente los persas parecían renacer de sus cenizas con la dinastía sasánida fundada por Ardacher (226-241). Los peores augurios para Roma se confirmaron durante el reinado del hijo de éste, Sapor I (241-272), cuando sus ejércitos tomaron Antioquía (260) y se llevaron al emperador Valeriano (253-260), que moriría cautivo en Sapor.
La crisis política, que en algunas provincias conllevó la proclamación de gobiernos independientes, se acompañaba de otra crisis social más profunda en la cual el Senado trató de maniobrar en un intento de recuperar su pasado de gloria. El despoblamiento de los campos arrastraba, además de graves problemas económicos, al desarraigo de una parte importante de la población, y la incorporación progresiva al ejército de mercenarios «bárbaros» (que a fines del siglo IV copaban ya todos los puestos) a la pérdida de confianza en un estamento antaño reservado en exclusiva a la ciudadanía romana. En el terreno ideológico y moral, la pérdida de los valores tradicionales propició movimientos filosóficos como el neoplatonismo, y nuevas religiones, como la del emperador Heliogábalo (218-222), que provocó el rechazo general pero, por su carácter monoteísta, anticipaba el futuro reconocimiento de la religión cristiana, en ese momento en plena efervescencia catacúmbica. Tal reconocimiento fue el fruto de un proceso gradual de tolerancia que arrancó con Galieno (260-268), fue rubricado por un edicto de Galerio (311) y culminó de forma oficial mediante el Edicto de Milán, que en 313, durante el reinado de Constantino (306-337), declaró la libertad de cultos. Cuando el emperador decidió trasladar la capital a Constantinopla, inaugurada como «Nueva Roma» en 330, se sentaban las bases para la futura división del imperio. Pero entretanto los cristianos habían tenido que arrostrar una larga noche de persecuciones, incluidas las que sufrieron, bajo Diocleciano, en plena Tetrarquía: reestructuración estatal basada en la colegialidad monárquica y la constitución de poderes regionales.
La historiografía tiende a subrayar hoy los aspectos transformadores del Bajo Imperio romano, en contraposición a la idea de decadencia que impuso la perspectiva tradicional: señala como significativo que los contemporáneos creyeran reconocer el surgimiento de un nuevo modelo de sociedad, y que Diocleciano y Constantino introdujeran, además de las reformas políticas mencionadas, reformas económicas que hicieron sostenible el sistema. Al menos hasta que Teodosio I dio a su hijo Arcadio el Imperio oriental (395). En el Imperio occidental, las primeras invasiones asiáticas (comienzos del siglo V) y la deposición de Rómulo Augústulo (476), que culminó el proceso de apropiación germánico de la herencia romana, enmarcan el inicio de la edad media.
Lluís Cànovas Martí, «Crisis y transformación del bajo imperio romano»Prefaci al volum 7 de la Historia Universal Larousse, RBA Editorial/Spes Editorial, Barcelona 2002-2003