Lluís Cànovas Martí / 3.11.1996
En Oriente Próximo el proceso de mundialización económica tropezaba con una paz poco menos que imposible. El nuevo orden que reemplazó al sistema de equilibrios bipolar parecía atascarse en Palestina, donde el choque entre la modernidad representada por Israel y el subdesarrollo subcontinental que lo circunda proporciona el banderín de enganche para un radicalismo extremista que concibe el islam como espacio único de identidad integral y polo de referencia de un conflicto de civilizaciones entre el Islam y Occidente: un desarrollo histórico que, de consumarse, restablecería el viejo juego de equilibrios bipolar, en este caso de la mano de una utopía deísta con vocación de pasado, llamada a ocupar el vacío de la utopía secular comunista y sus promesas de futuro. Se trata éste de un planteamiento dual que también en el primer mundo levanta la adhesión de quienes creen en la conveniencia de un nuevo contrario como mejor incentivo para el correcto funcionamiento del sistema económico y su mundo de valores. En semejante contexto, la solución al drama del pueblo palestino aparece mediatizada por un conflicto de intereses que trasciende sus límites y halla en su envergadura geoestratégica las claves de la internacionalización.
La problemática de la Palestina moderna se remonta a las primeras migraciones de colonos judíos instalados en aquellas tierras durante la segunda mitad del siglo XIX y al proyecto sionista de constitución de un estado israelí capaz de agrupar a los judíos de la diáspora. Cobró carta de naturaleza en 1917 con el pronunciamiento de los organismos internacionales en favor de un Hogar Nacional Judío, el posterior mandato para el reconocimiento de la representatividad de la Agencia Judía, concedido por la Sociedad de Naciones a Gran Bretaña, administradora del territorio, en 1922, y finalmente la proclamación del estado de Israel en 1948.
Un año antes, en 1947, las Naciones Unidas habían aprobado, asimismo, un plan territorial de paz para la futura creación de otro estado árabe palestino, que las sucesivas guerras árabe-israelíes hicieron inviable, mientras buena parte de los territorios prometidos a los árabes, notoriamente en sus fronteras norte y sur, quedaban asimiladas por nuevos colonos judíos que procedentes de todo el mundo triplicaron la población israelí en sólo diez años.
En 1967, la guerra de los Seis Días completó la ocupación militar israelí de los restantes territorios comprometidos en aquel proyecto: Gaza, una exigua franja de 378 kilómetros cuadrados en la costa sur de Israel, bajo control de Egipto desde 1949; Cisjordania, junto a la frontera de Jordania, que lo ocupaba desde 1950; y además fue anexionada Jerusalén Este. Pero en 1967 también resultó derrotada Siria, que perdió los llamados altos del Golán, en la meseta limítrofe con este país, y Egipto pagó, además, con la pérdida suplementaria de la península de Sinaí: ésta sería devuelta en virtud de los Acuerdos de Camp David de 1979, pero el Golán quedó definitivamente anexionado en 1981. Tras aquella derrota árabe de 1967, el conflicto se desplazó hacia el norte y tuvo por principal escenario Líbano, país multiétnico que basaba su prosperidad relativa en la banca de la capital, Beirut, plaza estratégica en las relaciones de intercambio financiero entre Oriente y Occidente. Líbano se desangró durante dos décadas de una guerra que tuvo su pulso en los campos de refugiados palestinos y su resistencia armada, pero que fue también guerra de todos contra todos, con no menos de una decena de bandos entre ejércitos regulares y milicias de distinta obediencia. Dentro del campo palestino, la OLP de Yasser Arafat acabó imponiéndose como la fuerza más representativa.
La puerta a una solución del problema palestino se abrió en 1993, mediante un acuerdo palestino-israelí para la creación de una administración autónoma en los territorios de Gaza y Cisjordania, con un millón y medio de palestinos como habitantes. Con notable retraso sobre el calendario previsto, el proceso negociador subsiguiente concluyó en 1995. Arafat había regresado el año anterior desde el exilio, como presidente de la Autoridad Nacional Palestina. Fue refrendado en las urnas en 1996, como presidente de un Consejo de Autonomía igualmente electo. Sin embargo, las limitaciones territoriales de la autonomía son grandes: en Cisjordania se reduce principalmente a las grandes ciudades, un conjunto disperso que suma el 30% de su superficie y ve dificultadas sus comunicaciones por el control asignado al ejército israelí sobre el 70% del territorio restante; en Hebrón persiste la presencia del ejército sobre una cuarta parte del término municipal; queda por resolver el estatuto de Jerusalén; y no se alcanzaron acuerdos en cuestiones cruciales como las fronteras interterritoriales, el aprovisionamiento de agua, la beligerancia de los ciento cincuenta mil colonos israelíes, la existencia de tres millones de palestinos exiliados, de los que casi dos millones viven en campos de refugiados...
Las dificultades se multiplicaban por las divergencias: el papel del Consejo Nacional Palestino en el exilio y su representatividad, los atentados de las milicias proiraníes de Hezbolá y prosirias de Hamás, el terrorismo ultraderechista judío, la tentación belicista israelí bajo la presión de su derecha ortodoxa... En 1996, tras el asesinato del primer ministro Isaac Rabin y una nueva guerra contra Líbano de claro signo electoralista, parecían confirmarse los peores augurios. En el fuego cruzado contra los negociadores, trascendía, sin embargo, la existencia de conversaciones secretas para la creación de un estado palestino en el horizonte del año 2007. Los pusilánimes estaban convencidos de que lo peor estaba aún por llegar.
Lluís Cànovas Martí, «Proceso y perspectivas de la autonomía palestina»Escrit per a Edipunt, Barcelona, 1996