Lluís Cànovas Martí / 29.7.2002
Mal definida en el tiempo, la denominación de edad media (adoptada por los estudiosos a fines del siglo XVI) sugiere la idea de un período «intermedio» que, a modo de «transición» entre dos momentos de especial fulgor histórico, se caracterizaría por su carácter oscurantista. Comúnmente se acepta que la edad media abarca desde comienzos del siglo V al crepúsculo del siglo XV. Sin embargo, tan dilatado período, que comprende el milenio transcurrido en Europa entre las llamadas «grandes invasiones» y el esplendor del Renacimiento italiano, desprovee de significado el concepto mismo de «transición» y delata la inquietud eurocentrista suscitada por aquella vasta cesura temporal que se registra entre cultura antigua y cultura clásica. Un lapso histórico que, de hecho, se acompañó del florecimiento de otras civilizaciones que, como la bizantina y las del Islam y de los imperios asiáticos, conservaron paradójicamente mejor que la misma Europa la herencia intelectual de la Roma y la Grecia antiguas.
La nueva Europa se hallaba sumida en un proceso de reestructuración interna que tenía como característica más destacada la fragmentación política, y en el curso del cual se acentuaron la ruralización y el paso de la esclavitud a la servidumbre iniciados tímidamente en el siglo III. El proceso se acompañaba, además, de una regresión de orden económico y técnico, en la que se abandonaron las antiguas vías romanas, los sistemas de irrigación, los pequeños talleres artesanales, los aperos de labranza metálicos (construidos ahora en madera)... Y en el orden cultural, el éxodo de la aristocracia al campo implicó el abandono de las escuelas urbanas, por lo que la Iglesia se hizo depositaria única de una cultura que a partir de ese momento estuvo al servicio exclusivo de la fe cristiana y, en consecuencia, marginó de forma sistemática todas aquellas obras clásicas que no servían a tal fin.
Los territorios que los pueblos germanos habían abandonado al penetrar en el Imperio romano pasaron a ser ocupados por los pueblos eslavos. A finales del siglo V, serbios, polacos, checos y moravos se habían asentado ya en la región comprendida entre los ríos Elba y Vístula; eslovenos, croatas y eslovacos, en los Balcanes, y polianos y severianos, en la Rusia occidental. Este fenómeno migratorio de gran escala protagonizado por los pueblos nórdicos (germanos y eslavos) tendría su correspondencia con la irrupción del mundo musulmán en el sur, que desde la península arábiga se extendería al norte de África, en un itinerario que arranca de La Meca en 622, año del comienzo de la hégira, y tiene como fecha destacada el año 711, en que los musulmanes llegarán a la península ibérica.
En el ínterin, la Iglesia católica había roto los lazos con Bizancio e instituido el poder temporal del papa, que pasó a gobernar Roma, mientras impulsaba el desarrollo de órdenes monásticas y extendía su influencia: a los reinos germánicos; a los pueblos paganos que habían invadido Inglaterra; a los francos, unificados a partir del 482 por el monarca cristiano Clodoveo, y a los visigodos, que profesaban la herejía arriana. Entre éstos, el reino de Tolosa llegaba por el sur hasta Toledo y fue sometido por Clodoveo en el 507; el proceso de cristianización de la Hispania visigótica lo consumaría Recaredo con ocasión del III concilio de Toledo.
El mosaico europeo de la Alta edad media, que contrastaba con la unidad imperial perdida, representó un incentivo permanente para los intentos de reconstitución. A comienzos del siglo VI tuvieron su máximo exponente en las políticas del monarca ostrogodo Teodorico I el Amalo (493-526) y del emperador bizantino Justiniano I (527-565): el primero sólo logró arrebatar temporalmente la Provenza a los francos y algunos territorios a los burgundios; Justiniano trató de reconquistar la parte occidental del imperio en una campaña inicialmente triunfal que lo llevó al norte de África, la Itálic y el sudeste de Hispania, pero tuvo que abandonar ante la derrota frente a Persia en Siria (540) y los ataques de hunos y eslavos en la frontera del Danubio. Los fracasos unificadores de uno y otro tuvieron años más tarde un contrapunto en la política del rey franco Dagoberto I (608-639), quien haría de su reino la primera potencia europea, sucesivamente aliada de Bizancio frente a ostrogodos y lombardos.
A finales del siglo VII, la China de los Tang extendía su imperio a Corea, Japón, Manchuria..., los califas omeyas dominaban la península Ibérica, florecía la civilización maya en Mesoamérica y el budismo se asentaba en el archipiélago de la Sonda y el Sudeste asiático.
Lluís Cànovas Martí, «La alta edad media»Prefaci al volum 8 de la Historia Universal Larousse, RBA Editorial/Spes Editorial, Barcelona 2002-2003